Artículo publicado en El Diario Vasco/El Correo, 26/12/2011
Un viejo chiste que suele contarse entre filósofos (y que, por tanto, no es para partirse de risa, sino más bien para hacer pensar) compara el racionalismo francés con el pragmatismo británico. Un inglés presumía de cierta cosa que funciona perfectamente y el francés objeta: sí, eso funciona muy bien en la práctica pero ¿funciona también en la teoría? Si nos ponemos en serio, puede que la actual crisis del euro haya revelado que el francés tenía razón, matizando un poco sus respectivos papeles: el euro no funcionaba nada bien y la causa es que habíamos confiado su éxito a ese “método comunitario” que muchas veces consiste en poner las cosas en marcha sin haber previsto las condiciones y contextos que deberían acompañarlas. En este caso, que no era posible una moneda sin una política correspondiente.
La crisis del euro es el típico ejemplo de lo que termina ocurriendo cuando una innovación tecnológica (como la introducción de una moneda común) no viene acompañada por una correspondiente innovación social (en este caso, una gobernanza que equilibre lo monetario con otros criterios de carácter político o social). Las tecnologías sin acompañamiento social son como los cuerpos sin alma o las construcciones ininteligibles. La unidad monetaria sin integración política supone compartir vulnerabilidades mientras que la solidaridad es insuficiente; reproduce a nivel europeo esa incongruencia que existe en el plano mundial entre la unificación de los mercados financieros y una escasa gobernanza global.
La unión monetaria sugió en un momento en el que era muy fuerte ese prejuicio mercantilista que parecía ignorar las imperfecciones en el funcionamiento de los mercados reales y financieros, en un contexto de valoración máxima de la competencia y de desregulación. Sus creadores cayeron en la ilusión de creer que una unión económica puede ser una unión apolítica cuando se trata de definir y gestionar los bienes públicos. Aunque sea gracias a la experiencia negativa de su crisis, ahora sabemos que el euro no es una simple construcción económica sino un proyecto político y que debe ser gestionado como tal. Una Europa despolitizada ha tenido que estar al borde del abismo para entender que se trata de una cuestión que no es técnica, ni siquiera meramente económica, sino de naturaleza doctrinal y política.
Todo esto ha revelado un problema de fondo que afecta a la Unión Europea en la manera de concebirse a sí misma. Hace tiempo que hemos dejado de considerarnos como el laboratorio para configurar una voluntad común y nos hemos convertido en un simple lugar de arbitraje entre intereses nacionales. Los Estados han preferido permanecer en el plano de la coordinación de las políticas nacionales que avanzar en una mayor integración, pese a que era lo exigido por la unidad monetaria.
En este contexto la crisis del euro pone de manifiesto los límites de la Europa intergubernamental frente a la Europa federal. La Unión ha querido resolver la cuadratura del círculo y conciliar la moneda única con el mantenimiento de las soberanías económicas. Es cierto que los tratados europeos prevén una supervisión multilateral de las políticas económicas nacionales pero mantienen la preeminencia de lo intergubernamental. El Pacto de Estabilidad tiene muchos mecanismos a este respecto pero hasta ahora no han sido eficaces. La razón de esta ineficacia estriba en el hecho de que las decisiones estén en manos del Consejo, es decir, de los gobiernos estatales. Aunque el Consejo establezca una mayoría cualificada para estas cuestiones, los Estados miembros prefieren negociar antes que poner en marcha procedimientos que les enfrentan a unos contra otros. Siempre era posible recurrir a la Corte de Justicia, para todo salvo para las cuestiones de disciplina presupuestaria.
La crisis económica ha tenido un efecto paradójico porque si, por una parte, ha revelado las divergencias entre los Estados miembros así como las debilidades de la gobernanza económica europea, por otra, les ha hecho comprender la profundidad de su interdependencia y la necesidad de encontrar soluciones comunes. Se ha hecho evidente que un euro sin el gobierno económico correspondiente es un marco débil para hacer frente a un mercado que no es autosuficiente, a los riesgos derivados de una regulación escasa o poco respetada y amenazado por el patriotismo económico nacional.
Hasta ahora hemos sorteado las dificultades con fórmulas ambiguas que permiten no tener que elegir. Pero tarde o temprano deberemos enfrentarnos a una decisión política de cuánta soberanía estamos dispuestos a abandonar en Europa y qué mecanismo democrático permitirá justificar estas transferencias de soberanía. El verdadero desafío al que nos enfrentamos es que una moneda única exige transferencias mayores de soberanía de las que hasta ahora hemos estado dispuestos a realizar. Margaret Tatcher fue más clarividente en este punto que sus ambiguos socios continentales y sabía a dónde terminaría llevándonos este proceso: no quiso el euro porque no quería comprometerse con una unión política que implicaría tarde o temprano un verdadero gobierno económico europeo.
Si convertimos a la Comisión en el brazo armado de la ortodoxia presupuestaria, tendremos que reforzar la legitimidad democrática de la Unión. Un poder de sanción puramente tecnocrático sería contestado, con razón. Por eso hay que asumir el riesgo de una integración europea más fuerte. Hay ya diversas proposiciones en este sentido, como la de elegir al presidente de la Comisión por sufragio universal o legitimar las decisiones presupuestarias por una asamblea constituida por las comisiones de presupuestos de los parlamentos nacionales.
Sean estas u otras las soluciones que se alcancen, en cualquier caso no tenemos otro remedio que dar a la política económica europea un dimensión más federal. La debilidad de la construcción monetaria europea no se superará sin un verdadero gobierno económico común. Y para ello es imprescindible renovar la construcción de los instrumentos políticos necesarios para la gestión de bienes económicos comunes a todos los europeos. Tenemos que desarrollar una política económica creíble y coherente, que no sea amenazada permanentemente por los intereses particulares de los Estados, siendo a la vez capaz de tomar en cuenta las diferencias para no imponer medidas idénticas a situaciones diferentes.