El País, 22/02/2016
La red es un espacio que horizontaliza la sociedad, abierto y descentralizado. Como el mercado, tiene una estructura igualitaria, pero también como el mercado muestra las mismas limitaciones de todo sistema de agregación, entre ellas una peculiar promoción de la desigualdad. No haríamos una descripción cabal de la política de las redes si nos límitáramos a celebrar sus propiedades democratizadoras sin advertir sus riesgos, sus contradiciones, sus límites y los interrogantes que plantea un despliegue todavía abierto. Uno de los primeros interrogantes que suscita la democratización digital tiene que ver con la cuestión de la igualdad, que nos permite hablar de una "brecha digital", así como de pobres y ricos en materia de datos.
Las redes sociales son en principio igualmente accesibles, como los bancos de datos o las posibilidades de reputación en internet, pero tampoco resuelven la cuestión de la igualdad porque, por un lado, no suprimen completamente las desigualdades del mundo analógico y, por otro, ponen en marcha otras específicas de los nuevos medios. Hay diversos tipos de desigualdad digital y unas asimetrías considerables.
Es cierto que los internautas se critican en un espacio horizontal, pero no lo hacen en un contexto de perfecta igualdad, sino en otro que tiene el riesgo de marginar a los silenciosos y a los no conectados. Existe un “digital divide” por el que ciertos ciudadanos son excluidos del paraíso digital de muy diversas maneras: además de por no disponer del software o del hardware adecuado, por carecer de la formación necesaria para usar las tecnologías disponibles, por incapacidad de encontrar los espacios o el contenido apropiados a sus circunstancias, orientación y experiencias. Seguramente hay un “efecto Mateo” en las redes, de manera que quienes ya están bien relacionados en el espacio físico lo estén también en el espacio virtual. El ciberespacio amplifica las voces de aquellos que ya son aventajados y, frente a las aspiraciones de lograr una profundización en la democracia, internet reforzaría más bien el statu quo.
En el universo de los big data hay también lo que podríamos llamar ricos y pobres de datos. Esta diferencia tiene sus causas, por un lado, en la desigualdad que se refiere a la producción de datos, a su utilización e interpretación y, por otro, en relación con la reputación, valorización y visibilidad que estos medios realizan.
De entrada, si examinamos el manejo de los datos, el entusiasmo que rodea actualmente el tema no debería llevarnos a la ilusión de pensar que todos tenemos el mismo acceso a ellos. Que los bancos de datos sean públicos no quiere decir que todos tengamos la misma capacidad de gestionarlos. El actual eco-sistema de los big data provoca una gran desigualdad, aunque se trata de una pobreza y una riqueza diferentes de las que se decidían por la posesión material de las cosas. Hay tres clases de personas en relación con los bancos de datos: quienes los producen, quienes tienen capacidad de almacenarlos y quienes saben cómo valorarlos. Este último grupo es el más pequeño y el más privilegiado. Quienes forman parte de él son los que determinarán también las reglas según las cuales se usarán los big data, quién participará y quién no.
Por otro lado, los algoritmos, que en apariencia se limitan a registrar la reputación, también son fuente de desigualdad. Los algoritmos se proponen calcular la verdadera naturaleza de la sociedad, sus gustos, valoraciones y estimaciones, a partir del comportamiento de los internautas. Quienes los diseñan parten de la idea de que las noticias no deben ser elegidas por los periodistas, no son los políticos quienes establecen la agenda política, la publicidad no debe ser la misma para todos y las categorías de pertenencia tradicional representan mal a los individuos. Se trataría de un procedimiento que registra la reputación a partir del movimiento de los internautas y de este modo nos liberaría del paternalismo de los prescriptores. Nos aproximaríamos a un mundo sin prejuicios ideológicos, racional, emancipado de la subjetividad de quienes lo gobiernan. En su versión economicista, los liberales defienden la capacidad de la sociedad de auto-organizarse confiando al mercado la tarea de reflejar lo que los estados deforman; en su visión libertaria, estaríamos ante un mundo articulado por la agregación de la multitud sin autoridad central. Lo que unos y otros parecen desconocer es que de este modo reproducen también las jerarquías y desigualdades que habitan en dicha sociedad.
Como es bien sabido, los algoritmos del big data registran, prescriben o jerarquizan únicamente en virtud del rastro que dejamos con nuestros comportamientos pasados y en este sentido pueden reclamar para sí un respeto absoluto por nuestras decisiones libres, a las que no condicionan. En principio se trata de una técnica que parte del principio de que cada uno puede escoger libremente sin paternalismo ni prescriptores. Sus defensores apelan a la redescripción de la sociedad sin prejuicios ideológicos, intereses o programas.
Pero esta pretensión no deja de tener su efecto ambiguo también en lo que se refiere a la cuestión de la igualdad. Es una paradoja el hecho de que en un momento en el que los internautas se consideran a sí mismos como sujetos autónomos y liberados de las prescipciones tradicionales los cálculos algorítmicos nos condenen, por así decirlo, a no escapar de la regularidad de nuestras prácticas, como si estuviéramos atrapados por nuestro propio pasado y fuéramos incapaces de modificarlo, incluido nuestro pasado y presente tan poco igualitarios. Esta es la raíz del conservadurismo implícito en el big data. Los algoritmos, supuestamente neutrales, que se presentan como meros reflejos de los gustos y elecciones de la gente, que no pretenden sino identificar los comportamientos de los internautas, reproducen automáticamente la estructura social, sus desigualdades y discriminaciones.
Por otro lado, los algoritmos concentran la atención en unos pocos y sobrevaloran a los bien posicionados. Los individuos no disponen de los mismos recursos sociales y culturales para beneficiarse de los espacios de valorización de sí. La red proporciona a los mejores dotados unos mayores medios de enriquecer su capital relacional y de acceder a más recursos y oportunidades. Además, los propios datos son desiguales y quien los interpreta ha de distinguir entre aquellos producidos por cualquiera (en la medida en que uno va dejando huellas de manera involuntaria) y aquellos que han sido lanzados por instituciones que tienen una intención de ganar reputación o que compiten expresamente por la atención del público. El mundo visto por Google es un universo meritocrático que confiere una visibilidad desproporcionada a las páginas web más reconocidas, exacerbando así las desigualdades. Asistimos a una concentración de la atención en torno a ciertas informaciones que adquieren una gran popularidad, repentina y breve, en virtud de los efectos de coordinación que orientan al público hacia determinados productos. La fabricación de la popularidad viral privilegia el mimetismo y la obsolescencia.
El espacio de internet y la dinámica puesta en marcha por las redes sociales ha desestabilizado la verticalidad del mundo analógico. Sigue habiendo, no obstante, ricos y pobres en el mundo digital. Tanto porque las desigualdades tradicionales son muy resistentes, como debido a que la arquitectura de internet y los big data plantean asimetrías específicas, todavía podemos constatar que hay unos más iguales que otros.