El Correo/El Diario Vasco, 23/11/2014
El escepticismo hacia la política, la llamada desafección democrática, puede representar una enorme oportunidad, un requerimiento para que la política reflexione acerca de sus obligaciones y recupere la estimación pública. Para ello es necesario que todos revisemos nuestras expectativas en relación con ella y examinemos si en ocasiones no estamos esperando de la política lo que no puede proporcionar o exigiéndole cosas contradictorias. Y es que todavía no hemos conseguido equilibrar estas tres cosas que componen la vida democrática: lo que prometen los políticos, lo que demanda el público y lo que el poder político puede proporcionar. ¿Cómo conseguimos mantener una razonable actitud hacia la política, una exigencia que no sea desmesurada y un excepticismo moderado que no acabe siendo cinismo corrosivo? Lo que probablemente nos está pasando es que, al mismo tiempo, la política está proporcionando menos de lo que la ciudadanía tiene el derecho a exigir y la gente está esperando demasiado de la política.
La política es una actividad que tiene que ser protegida tanto contra quienes la quieren pervertir como frente a quienes tienen expectativas desmesuradas hacia ella. Puede que estemos exigiendo
al sistema político demasiado o demasiado poco, esperando que nos haga felices o dando por supuesto que no tiene remedio. Ambas expectativas son políticamente improductivas y nos instalan en la
melancolía o el cinismo.
Buena parte del descontento con la política se explica por una serie de malentendidos acerca de su naturaleza. Hay críticas certeras hacia el modo como se lleva a cabo la política y otras cuya
radicalidad procede de que no tiene la menor experiencia personal de lo que la política implica. Mucha gente tiene un resentimiento hacia la política, a la que descalifica globalmente como un
asunto sucio, porque no ha tenido la experiencia directa de tener que “mancharse las manos” teniendo que tomar alguna decisión política en medio de un complejo entramado de intereses y valores en
conflicto. Debemos desconfiar especialmente de quien prometa una solución simple para problemas complejos. Quien no haya entendido de qué va la política puede albergar expectativas exageradas e
incluso desmesuradas. Pretender la felicidad a través de la política es tan absurdo como esperar consuelo de nuestro banquero, hacer negocios con la familia o pretender la amistad de los
compañeros de partido. A esos sitios se va a otra cosa. Cada ámbito tiene sus reglas y su lógica, de acuerdo con las cuales deberíamos formular nuestras expectativas.
La democracia decepciona siempre, pero esta decepción puede mantenerse en un nivel aceptable según hayamos configurado nuestras expectativas. El hecho de que no hayamos conseguido este punto de
equilibrio explica el modo tan simple como se ha establecido el campo de batalla en nuestras democracias. El paisaje político se ha polarizado en torno al pelotón de los cínicos tecnócratas y el
de los ilusos populistas; los primeros se sirven de la complejidad de las decisiones políticas para minusvalorar las obligaciones de legitimación, mientras que los segundos suelen desconocer que
la política es una actividad que se lleva a cabo en medio de una gran cantidad de condicionantes; unos parecen recomendar que limitemos al máximo nuestras expectativas y otros que las
despleguemos sin ninguna limitación. Este es hoy, a mi juicio, un eje de identificación ideológica más explicativo actualmente que el de derechas e izquierdas. Equilibrar razonablemente estos dos
aspectos es la síntesis política en torno a la cual van a girar de ahora en adelante nuestros debates.
Me gustaría contribuir con esta reflexión a que entendiéramos mejor la política porque creo que sólo así podemos juzgarla con toda la severidad que sea conveniente. No pretendo disculpar a nadie,
ni a los representantes ni a los representados, sino calibrar bien cuáles son las obligaciones de unos y de otros, qué podemos unos y otros hacer para mejorar nuestros sistemas políticos.
No comparto el pesimismo dominante en relación con la política, y no porque escaseen las razones de crítica sino precisamente por todo lo contrario: porque sólo un horizonte de optimismo abierto,
que crea en la posibilidad de lo mejor, nos permite criticar con razón la mediocridad de nuestros sistemas políticos. Optimismo y crítica son dos actitudes que se llevan muy bien, mientras que el
pesimismo suele preferir la compañía del cinismo o de la melancolía.