Artículo publicado en El Diario Vasco/El Correo, 17/08/2011
Hay más espacios desgobernados de lo que imaginamos, pero están menos desgobernados de lo que tememos. En el siglo XXI la soberanía de los Estados se ha vuelto difusa
Muchas cosas que nos están pasando parecen indicar que vivimos en un mundo ‘offshore’, es decir, de poderes literalmente ‘alejados de la costa’, deslocalizados, un mundo cuyos poderes relevantes no rinden cuentas a nadie, son irresponsables y están fuera del alcance de la autoridad política legítima. Como diría Palan, un mundo de mercados soberanos, espacios virtuales y millonarios nómadas. Tenemos la sensación de que no gobiernan los que tendrían que gobernar y mandan quienes no tienen la legitimidad para ello. Me refiero, por supuesto, a los terroristas y a los señores de la guerra, pero también, por ejemplo, a los piratas informáticos, las agencias de rating y los evasores de capitales, que constituyen una especie de autoridad alternativa o nos condicionan de una manera injustificada, en los espacios desgobernados o allá donde la autoridad política es débil o torpe.
El caso más grave y general de espacios desgobernados son lo que denunciamos con el término de ‘Estados fallidos’, para referirnos a sociedades donde los Estados nominales son incapaces de ejercer una soberanía efectiva. La preocupación por los espacios desgobernados en sentido estricto surge desde la premisa de que la soberanía de los Estados territoriales es la forma única y correcta de organización política capaz de garantizar el orden mundial. Pero este enfoque es demasiado estrecho, porque no atiende a los espacios desgobernados que existen en el sistema internacional y en otros ámbitos virtuales, con actores transnacionales y redes diversas, en el interior de los Estados organizados, en las periferias y centros de muchas ciudades.
Tendemos a ver el problema de los espacios peligrosos como algo exterior, lo que es un error porque incluso en los espacios bajo soberanía estatal legítima el territorio no está uniformemente controlado. Se ha vuelto demasiado normal la existencia de zonas donde es mejor no adentrarse, en el interior de algunas ciudades, o áreas rurales bajo control de los insurgentes.
¿Y si la dificultad de gobernar fuera algo menos extraordinario, más inquietantemente normal? De entrada, el Estado no debe ser entendido únicamente como un espacio territorial, sino como un espacio funcional y regulatorio. Desde este punto de vista, la autoridad estatal fracasa siempre que no proporciona las prestaciones que se le exigen, cuando regula mal o insuficientemente. El problema de ingobernabilidad es más amplio si tomamos en cuenta no únicamente los casos extremos de vacío de poder o fracaso estatal, sino como una propiedad general del mundo en el que vivimos. Existen espacios desgobernados allá donde los Estados han cedido soberanía, voluntaria o involuntariamente, razonablemente o no, en todo o en parte, a otras autoridades. Si entendemos que los espacios desgobernados son aquellos en los que el poder del Estado es ausente, débil o contestado, entonces, además de referirnos a los terrirorios de poder tribal o insurgencia persistente, debemos extender esta perspectiva a los dominios de internet o a los mercados donde operan los agentes económicos con una regulación pública insificiente.
La ola de globalización neoliberal condujo a la desregulación del comercio y los mercados financieros, lo que contribuyó a comprometer significativamente la capacidad de los Estados para regular los flujos de bienes, servicios, información, personas, tecnologías, y daños medioambientales. La actual crisis financiera global tiene su origen en los instrumentos financieros que se desarrollaron en el espacio de los mercados desregulados e ilustra dramáticamente la relación entre globalización, soberanía difusa, los espacios de irresponsabilidad económica (como los bancos ‘offshore’, los paraísos fiscales y cierta jurisdición del secreto bancario), y la generación de autoridades alternativas (entre las que destacan las agencias de rating, cuya independencia y sentido de responsabilidad son cada vez más cuestionados).
El otro caso de desregulación inquietante es internet. Por supuesto que no se trata de un espacio completamente desgobernado, pues rige en él al menos un partenariado ‘inoficial’ entre Estados y empresas. A pesar de todo, el ciberespacio sigue siendo un lugar peligroso. Es una construcción verdaderamente transnacional, donde las demarcaciones y las fronteras tienen escasa relevancia; en relación con el carácter global de los flujos, las regulaciones son nacionales e incompletas; posee una epidemiología propia similar a las pandemias de los espacios físicos y unos delitos también peculiares especialmente difíciles de combatir.
Aunque los Estados juegan aún un papel importante en el control de los espacios digitales (como se ha visto en las revueltas del norte de África o en China), está claro que la gobernanza de internet disminuirá la centralidad de la nación estado en la política global.
La conclusión que podemos extraer de todo ello es que hay más espacios desgobernados de lo que imaginamos, pero están menos desgobernados de lo que tememos. En el siglo XXI la soberanía de los Estados se ha vuelto difusa y el Estado se encuentra acompañado de muchos otros actores, benignos y malignos, que a veces compiten y a veces colaboran a la hora de proporcionar gobernanza y seguridad mediante formas de organización no jerárquicas y horizontales. Los mercados y el ciberespacio serán cada vez más ingobernables si por gobernar entendemos el sistema de mando que operaba en el interior de los Estados tradicionales. Hay que volver a gobernar lo que el cambio social tiende a desformatear políticamente.