Artículo publicado en El País (suplemento Babelia), 14/09/2013
A nada que reflexionemos un poco, caeremos en la cuenta de que generalmente nos piensan otros, de que el pensamiento lo tenemos subcontratado. Casi todo lo que sabemos del mundo lo sabemos a través de determinadas mediaciones. Como decía Niklas Luhmann, la mayor parte de lo que conocemos es porque nos lo han dicho. La realidad no se nos da de manera inmediata sino mediada, a través de la autoridad de otros o la confianza que nos merecen (y aunque a veces se la merezcan bien poco).
Carece de sentido quejarse de que las cosas sean así. Una vez que hemos abandonado la simplicidad del medio natural o la mistificación del mundo rural, no podría ser de otra manera: sabríamos muy poco si sólo supiéramos lo que sabemos personalmente. Nos servimos de una gran cantidad de prótesis epistemológicas. Nuestro suplemento cognoscitivo está edificado sobre la confianza y la delegación. Las experiencias secundarias determinan la vida de los seres humanos con tanta fuerza al menos, si no más, que las primarias.
Estamos rodeados de personas y cosas que piensan por nosotros: bajo la forma de dispositivos tecnológicos cuyo funcionamiento desconocemos, de experiencias que otros han tenido y a las que creemos y, en un nivel más banal, de lugares comunes, tópicos o prejuicios que nos ahorran el esfuerzo de tener que pensar todo por cuenta propia, pero que muchas veces nos impiden pensar por cuenta propia. Consideradas así las cosas, es como si estuviéramos atravesados por flujos frente a los que habitualmente no oponemos la menor resistencia, que sólo se interrumpen en situaciones críticas o cuando a uno le entra la manía de pensar. Nos instalamos así en esa franja cómoda en la que apenas nos equivocamos radicalmente pero donde no podemos realizar ningún descubrimiento verdaderamente personal.
A los lugares comunes ha dedicado Aurelio Arteta, con pasión de taxidermista, estos libros incomodantes que son una de las mejores introducciones al ejercicio de la filosofía que conozco, un verdadero ejercicio de resistencia a que nos piensen otros. Me permito aventurar que en ellos no aspira tanto a convencernos de sus tesis como a invitarnos a su método, de manera que podamos descubrir el valor de pensar por cuenta propia.
Para ponderar en su justa medida hasta qué punto es valioso liberarse de los lugares comunes conviene, de todas maneras, no perder de vista a qué se debe su persistencia. Los seres humanos necesitamos no tener que pensar en todo para poder pensar en algo. Los tópicos, las tecnologías que nos convierten en usuarios sumisos y agnósticos, la comodidad de lo impersonal, la delegación y la confianza son cosas sin las que la vida nos resultaría insoportable... más incluso que con ellas. Hay una grata comodidad que consiste en poder dar muchas cosas por supuestas. Y una sociedad justa amplía enormemente este tipo de comodidades cuando se trata de saber cómo le va a tratar a uno la policía, si le van a devolver un préstamo o si podemos dar por supuesto que generalmente la gente cumple las reglas de tráfico. Viviríamos una vida más simple -en el doble sentido de la palabra- si sólo pudiéramos manejar artefactos cuyo funcionamiento comprendiéramos, si no hubiera más que bricolage y todo fuera do it yourself. Nos perderíamos la riqueza del intercambio tecnológico y la información compartida, ese mundo construido por otros que es, a la vez, ampliación de nuestra libertad y origen de tantas decepciones.
La confianza ha ido configurando una serie de delegaciones (de autoridad, información y conocimiento) que impiden esa sobrecarga o reducción de nuestro mundo que se seguiría si no pudiéramos confiar en nadie, si tuviéramos que decidir todo por nosotros mismos, si nos negáramos a otorgar ninguna validez a cuanto no hemos comprobado personalmente. Volveríamos a la economía del trueque, al entorno inmediato, a la sobrecarga de nuestra capacidad de decidir. Desaparecería el crédito, la delegación, la confianza y, con ello, el mundo tal y como lo hemos configurado.
Sólo un nostálgico podría considerar que esta forma de ignorancia informada es algo fundamentalmente negativo. A las cosas que piensan por nosotros les debemos conquistas que nos resultan irrenunciables. Por formularlo de una manera un tanto provocativa: nuestra civilización podría renunciar, si fuera necesario, a las personas inteligentes, pero no a las cosas inteligentes. El progreso civilizatorio no es impulsado por lo que los seres humanos piensan sino gracias a lo que les ahorra pensar. El filósofo norteamericano Whitehead lo decía así: “la civilización avanza en proporción al número de operaciones que la gente puede hacer sin pensar en ellas”. La civilización progresa en la medida en que hay aparatos y procedimientos que nos permiten actuar sin tener que reflexionar.
Ahora bien, el pensamiento es, en su forma más elemental, la capacidad de interrumpir. Pensar equivale a ausentarse de esos cómodos entornos y quedarse de alguna manera solo. El pensamiento implica una cierta contrariedad frente a la multitud, aunque en esto los automatismos son malos consejeros. No tiene necesariamente más razón quien discrepa que quien coincide con la mayoría. La verdad tiene poco que ver con el hecho, sin más, de estar solo o acompañado. Para ciertas cosas la originalidad es sospechosa y la conformidad con la mayoría es una garantía de racionalidad; si uno va por el carril de una autopista es mejor ir en el mismo sentido que los demás. Pero tratándose de nuestras propias convicciones uno debería preocuparse de la excesiva compañía y no hay cosa más repugnante que la "hooliganización" de nuestras opiniones que se produce cuando entramos en la reverberación de un grupo demasiado poderoso. La excesiva conformidad debe hacer que salten nuestras alarmas, pero tampoco la crítica más radical está siempre libre de previsibilidad. Con frecuencia los indignados y los rebeldes son tan presos del lugar común como los resignados.
Dicen que el cínico Diógenes de Sínope quiso ser enterrado boca abajo para yacer correctamente cuando el mundo diera la vuelta. Prefirió discrepar de su presente y coincidir con la posteridad. Esta curiosa articulación del corto y largo plazo podría considerarse como la mejor expresión del dilema del oportunismo. ¿Es mejor coincidir con los contemporáneos o con la posteridad, con los de aquí o con los de allá? Probablemente tratándose del ejercicio de la razón, lo mejor es estar de acuerdo con uno mismo, le deje esto a uno sólo o con la mayoría. Lo decisivo no es quedarse solo ni procurarse una cómoda compañía. Ni la contradicción ni la multitud son por sí mismas un criterio de verdad. Lo importante es tener razón o, más aún, poderse equivocar.
Aurelio Arteta, Tantos tontos tópicos, Ariel, Barcelona 2012 y Si todos lo dicen, Ariel, Barcelona, 2013.