Artículo publicado en La Vanguardia, 26/02/2014
Al contrario que la célebre novela de Charles Dickens Grandes esperanzas, la política española parece haber entrado en la época de “las pequeñas expectativas”, algo de lo que este debate de política general es una buena muestra: confiar en que los acontecimientos le mantengan a uno en el poder o le conduzcan a él, aguantar, esperar el desgaste del adversario y, si no se puede demostrar la bondad del propio proyecto, asegurar que los otros son aún peores.
El declive electoral del PP que recogen las encuestas confirma una propiedad general de las democracias contemporáneas: los tiempos de la decepción parecen haberse acortado dramáticamente. El hecho de que el suelo electoral del que disfrutaba el PP se hunda indica que de alguna manera este partido ha entrado en la normalidad y ya no disfruta de ninguna inmunidad frente al desgaste. Rajoy ha tratado de disipar esa amenaza en un discurso autocomplaciente y sin ambición, que todo lo confía a la mejora de los indicadores macroeconómicos. Lo que más me llama la atención de su modo de hablar, lo que le delata, es que nunca “hace” nada: en lo que tiene que ver con la corrupción, no ha hecho nada que implique responsabilidad alguna; y en lo económico, dice limitarse a tomar decisiones “inevitables”, que preparan el advenimiento de una recuperación que vendrá no se sabe bien de dónde.
La intervención de Rubalcaba ha sido correcta, pero el problema de los socialistas no es de discursos sino de proyectos creíbles. El suyo es un liderazgo para no asumir grandes riesgos, a la espera de que un pequeño triunfo –en este debate o en las elecciones europeas- le permita seguir administrando el estancamiento.
A estas dos figuras del parlamento les ha hecho hábiles el largo desempeño del mismo oficio, pero esa per¡cia la han adquirido al precio de resultar igualmente previsibles. No hay en sus discursos ninguna propuesta novedosa distinta de los argumentarios que ya conocemos, ningún riesgo, nada nuevo. Su actuación en este debate me recordaba a esos boxeadores extenuados que se abrazan, en medio de su combate, porque se necesitan para no caer. Ambos comparten la habilidad del regate corto, no pocos lugares comunes, el miedo a quedar descolocados o ser juzgados con dureza por sus propias hinchadas. Y, sobre todo, ambos confían en que siga funcionando esa ley en virtud de la cual el desgaste de uno implica el fortalecimiento del otro.
Pero es probable que esa ley haya dejado de funcionar y el trasvase de votantes de que vivía el bipartidismo ya no sea algo que los llamados “grandes partidos” puedan dar cómodamente por supuesto. La falta de proyecto ya no es compensada por los errores del adversario. No sabemos todavía si la actual pluralización del tablero político es algo pasajero o permanente, pero podemos asegurar que las opciones políticas se han diversificado. No lamento esta ampliación del número de actores en juego, todo lo contrario; me limito a llamar la atención sobre el hecho de que no responde tanto a un avance del pluralismo político como a la fragmentación del espacio público, la desinstitucionalización, la incapacidad para el diálogo y la transacción que se esconden en las apelaciones rituales al inamovible marco constitucional. Incluso las fuerzas políticas que ponen el énfasis en la “unidad” (como UPyD o Ciutadans) lo hacen de una manera que tiene efectos disgregadores. Propuestas integradoras como la de Durán no encuentran eco en una España cada vez menos acogedora como proyecto colectivo.
El tono del debate indica que la política se ha convertido en el arte de “ir tirando”, la maniobra pequeña y todo presidido por el único empeño de sobrevivir. Había comenzado con la referencia a una obra de Dickens y ahora, cuando miro por la ventana de mi despacho en Londres, veo el viejo edificio que inspiró otra obra suya, “La tienda de antigüedades”. Trato de adivinar qué asociación mental me ha llevado de un libro a otro, de constatar la reducción de nuestras expectativas a tener la sensación de que todo esto es demasiado viejo.