Este fin de semana la ciudad de Roma ha sido la mejor imagen de la actual cacofonía europea. Mientras los representantes de los Estados miembros celebraban el 60 aniversario del Tratado de Roma como si fueran la orquesta del Titanic,intelectuales y políticos declaradamente federalistas, con más autoridad que poder, realizábamos una marcha que culminó en el Coliseo y los manifestantes convocados por el movimiento Eurostop parecían la campaña del Hazte Oír, recordándonos a todos la evidencia de que los Estados tienen soberanía y Europa no debería tener nada. La ciudad estaba llena de policías, lo que seguramente la hacía más segura, pero nos recordaba el reciente atentado de Londres y, sobre todo, una vulnerabilidad con la que hemos de acostumbrarnos a convivir y a compartir.
Estamos en un momento crítico de la historia de Europa. La incapacidad para resolver el drama de los refugiados, el previsible abandono de Reino Unido, la persistente recesión económica no son precisamente una manifestación de fortaleza del proyecto europeo. No nos consolemos con esa idea de que las crisis son oportunidades, tan manida especialmente en los diversos momentos críticos que ha atravesado la Unión Europea. Desde Jean Monnet en adelante no ha dejado de afirmarse que la integración europea ha progresado gracias a sus crisis. No debemos malgastar una buena crisis repiten los manuales de management y los libros de autoayuda. ¿Puede decirse esto de las actuales crisis por las que pasa la Unión Europea y cabe esperar que se conviertan en una gran oportunidad para profundizar en la integración?
De entrada, hay civilizaciones enteras que no han sobrevivido a sus crisis. Aunque la Unión Europea sea uno de los grandes inventos políticos de la humanidad, nada nos asegura su perduración, especialmente si no tomamos las decisiones razonables. Está claro que el empuje de la necesidad o el miedo al abismo es, por lo menos, una fuente de aceleración de las decisiones, pero la gravedad de las circunstancias no asegura necesariamente la racionalidad de lo que se vaya a decidir. El futuro de Europa no está escrito. Las crisis son momentos de cambio por las mismas razones que pueden serlo de conservación. Que optemos por lo uno o lo otro es algo que no está exigido en ningún manual para salir de las crisis, sino que depende de las decisiones que adoptemos.
Esa misma idea de que las crisis nos llevarán necesariamente a una mayor unidad tiene el mismo tono de necesidad que esa “integración furtiva” cuyo agotamiento constatamos. Si muchos europeos y europeas expresan su resistencia a avanzar en la integración es porque no se sienten implicados como libres ciudadanos sino como simples seguidores de un mandato expresado en el lenguaje de la necesidad. Las prácticas de la Unión Europea, que por un lado son consensuales y graduales, por otro constituyen también un sistema que favorece las decisiones disimuladas o encubiertas, democráticamente no autorizadas, a veces bajo la forma de no-decisiones o de sumisión a objetividades técnicas. Todo nuestro léxico es pura necesidad; nada habla a la libre decisión de la ciudadanía; es material inflamable en manos de los populistas que buscan motivos para denunciar una conspiración de las élites.
La historia reciente de Europa es la historia de comienzos libres y no tanto la de un proceso inexorable al que debiéramos someternos. Ningún tratado, ninguna teoría de la gobernanza democrática puede anticipar o suplir la creatividad de la historia, ni predeterminar las soluciones adecuadas a los problemas políticos con los que vayamos a enfrentarnos. La Unión Europea no tiene que ver con la necesidad sino con la libertad y tiene que ser construida a partir del libre compromiso de quienes la componen. Es el momento de seguir aquella recomendación de Madison, uno de los padres fundadores de los Estados Unidos: entender que las configuraciones políticas son el resultado de “reflexión y elección”, más que un asunto de “accidente y fuerza”.
El momento crítico que atraviesa la Unión Europea debería servirnos para reflexionar sobre lo que está en juego; más que una mera oportunidad, esta crisis es una apelación a nuestra libertad cívica para elegir —si es que no somos estúpidos, aunque tengamos el derecho a serlo— una Europa abierta, común y fuerte.