El Correo/El Diario Vasco, 19/07/2015
A estas alturas, ignoro cuál va a ser el desarrollo de los acontecimientos en relación con la crisis de Grecia y, especialmente su final, pero algo está claro: la culpa será de los otros. Pase lo que pase, volveremos a repetir algo similar a lo que afirmaba aquel personaje del Torquato Tasso de Goethe a quien le debemos una formulación que probablemente sea el paradigma de todas las disculpas: “de lo que uno es / son los otros quienes tienen la culpa”. Esta convicción no explica nada pero alivia mucho; sirve para confirmar a los nuestros frente a los otros, esquematiza las tensiones entre lo global y lo local, opone cómodamente los estados a los mercados, divide el mundo en héroes y villanos, proporciona un código elemental para las relaciones entre la izquierda y la derecha. Como se puede comprobar, se trata de operaciones que reconfortan mucho y ofrecen una simplificación muy aliviadora cuando el mundo se nos ha vuelto difícilmente comprensible a causa de su creciente complejidad.
Unos dirán que la culpa es de la hegemonía alemana y de la dureza de los acreedores. No les faltará razón, aunque si magnifican esas culpas corren el riesgo de olvidar la irresponsabilidad encadenada de los diversos gobiernos griegos que falsificaron sus cuentas públicas (con ayuda, por cierto, de algunos que ahora forman parte del bando de los acreedores), incumplieron muchos de sus compromisos y omitieron las reformas de un estado que incluso antes de la crisis era económicamente insostenible.
Otros achacarán la crisis a la tópica irresponsabilidad de los países del Sur, como si desconocieran los desastrosos resultados de los anteriores planes de rescate así como los beneficios económicos que para los países del Norte de Europa ha generado la moneda única. Además, carece de toda lógica que si un estado miembro tiene que ser asistido porque ha sido asaltado por las especulaciones de los mercados en virtud de una constelación de la que no es el único responsable, ese rescate deba ser compensado con unas drásticas reformas estructurales únicamente en ese estado miembro. Hay muchas cosas que deben ser reformadas, en los países del Sur de Europa, por supuesto, pero también en un diseño incorrecto del euro y su defectuosa gobernanza.
Estamos ante el típico caso de responsabilidad recursiva, en el que todos los reproches tienen algo de razón, pero ninguno de ellos tiene toda la razón. Lo malo es que entre tanta acusación cruzada unos y otros encuentren muchas disculpas para dejar de interrogarse acerca de su propia ineptitud, los riesgos que generan con sus decisiones o su responsabilidad hacia lo común. A medida que crece la imputación hacia otros disminuye la reflexión sobre uno mismo; cuando todo el campo lo ocupan las explicaciones conspiratorias no queda espacio para la interrogación acerca de las responsabilidades propias.
No saldremos de estos atascos mientras no consigamos insertar reflexivamente nuestras decisiones en el conjunto en el que se adoptan y sobre el que influyen, a veces catastróficamente. Gobernar es precisamente facilitar que cada uno de los actores que intervienen en un proceso descubran las posibilidades desastrosas que se seguirían si sólo persiguieran su propio interés e invitarles a que se protejan frente a ellas con algún tipo de autolimitación. En el fondo, se trata de que caigan en la cuenta de que a lo que más han de temer es a ellos mismos, a su comportamiento irreflexivo: que una sociedad no está amenazada tanto por armas nucleares en poder del enemigo como por sus propias centrales nucleares; menos por las armas biológicas del enemigo que por ciertos experimentos de su sistema científico; no por la invasión de soldados extranjeros como por la propia criminalidad organizada y la demanda de los propios drogadictos; no por el hambre y la muerte causados por la guerra como por la invalidez y la muerte causada por sus accidentes de tráfico. Que lo que más impide que las sociedades plurales decidan libremente su destino no es tanto un impedimento exterior –o no sólo eso- como la propia falta de acuerdo en su seno.
Como advertía Ulrich Beck, las sociedades contemporáneas no pueden atribuir todo aquello que les amenaza a causas externas; ellas mismas producen lo que no desean. La pregunta por la propia responsabilidad suele omitirse cuando uno se encuentra en medio de sistemas cuya complicación consiste en que no hay relaciones causa-efecto claras e indiscutibles, ni decisiones sin efectos secundarios o laterales. Tenemos que abandonar esa cómoda inocencia de concebir la responsabilidad como algo que es siempre de los otros. Esa inversión reflexiva de la mirada hacia las propias condiciones se parece mucho a la maduración personal que consiste en sustituir la inculpación hacia fuera por la reflexión hacia dentro. Del mismo modo que el niño aprende a no interpretar sus conflictos como una conspiración de todo el mundo contra él, las democracias complejas deben ser capaces de descubrir de qué modo producen ellas mismas sus propias catástrofes.