Artículo publicado en El Diario Vasco/El Correo, 11/08/2014
¿Qué narrativa es posible elaborar para que suscitar una identificación con la integración europea, sus constricciones y sus oportunidades? No parece que estemos en condiciones de generar "grandes relatos" y seguramente habrá que confiar en relatos menos épicos que aquellos que legitimaron la construcción de las naciones en la modernidad. Entre las posibilidades que se nos ofrecen, pienso que la consideración de la UE como una "comunidad de riesgo" es la más adecuada. Las sociedades contemporáneas -y de manera muy particular las sociedades europeas- producen riesgos -sociales, económicos, ecológicos- y deben organizarse para gestionarlos conjuntamente. Esto resulta especialmente necesario en ámbitos caracterizados por la complejidad y la densidad de las interdependencias, donde son más patentes los límites de la acción soberana. La Unión Europea puede entenderse como un espacio de gobierno de los riesgos a los que se enfrentan sus miembros. Una comunidad de riesgos implica un reconocimiento de que se está amenazado por similares amenazas a las que solo cabe hacer frente en común.
Un lugar destacado en la percepción de tales riesgos está ocupado actualmente por los aspectos económicos de la globalización, desde la volatilidad financiera a las presiones de los mercados, pasando por la transformación del mundo del trabajo. De hecho, la unidad monetaria -de cuyos fallos e insuficiencias somos más conscientes tras el impacto de la crisis- es una respuesta regional al desorden monetario internacional diseñada para proporcionar una estabilidad que beneficie a todos los europeos.
Aunque es cierto que tenemos un modelo social rudimentario y aunque la capacidad de armonizar los distintos modelos de política social es limitada, la UE tiene que asegurar mecanismos efectivos de protección social sobre todo una vez que ha limitado las capacidades de sus estados miembros. Como consecuencia de las medidas adoptadas para hacer frente a la crisis económica, la percepción pública general es que la UE es un lugar inhóspito, lo que permite alimentar en algunos la expectativa de que solo un retorno a los espacios nacionales puede proporcionar la protección social que prometían los estados nacionales autárquicos. La construcción europea ha visibilizado una peculiar división del trabajo entre estado nacional del bienestar y liberalismo económico europeo; mientras que el primero establece una relación redistributiva entre sus miembros, el segundo aparece como responsable del impulso de la competitividad económica, que desestabiliza las conquistas sociales de los estados.
Es difícil de desmontar esta percepción recordando, por ejemplo, que hay bastantes casos de redistribución doméstica debidos al derecho europeo o dibujando el escenario social en el que nos encontraríamos si no existiera la Unión Europea. No disponemos de una narrativa embaucadora que permita cambiar mágicamente la percepción pública, pero cabe hacer algunas cosas para modificar lo que, tanto desde el punto de vista fáctico como normativamente, es una grosera simplificación. Podemos comenzar por recordar las limitaciones en materia de política social han tenido y tendrán los estados nacionales “aunque no existiera la Unión Europea”. Incluso los estados más grandes son demasiado pequeños para asegurar la seguridad y el bienestar bajo las condiciones de la globalización. Es cierto que las instituciones europeas no tienen ni las competencias ni los mecanismos para intervenir en el welfare de sus poblaciones, pero los estados miembros formulan y llevan a cabo sus políticas en un marco de leyes e instituciones supranacionales.
Además de recordar los límites de los estados miembros en materia de política social, podemos formular la promesa social europea de un modo que genere unas expectativas realizables. Europa está en buenas condiciones para proteger a sus ciudadanos frente a los efectos de la globalización económica, para lo que se requiere una coordinación de aquellas áreas de política social en los que pueden identificarse efectos de escala positivos. Más aún: es muy posible que la supervivencia del estado de bienestar a nivel nacional dependa de algún tipo de régimen de bienestar transnacional en el futuro.
Decir esto en los actuales momentos tiene un tono intempestivo porque hay multitud de evidencias del deterioro de nuestros procedimientos democráticos y nuestros sistemas de protección social debido a la chapuza constitucional europea, pero es rigurosamente cierto si situamos las cosas en su contexto espacial y temporal: ni los valores democráticos ni las exigencias de cohesión social son realizables fuera de esa comunidad de riesgos que es la Unión Europea.