El País, 23/07/2010
En nuestro imaginario colectivo la técnica aparece como una amenaza potencial. Esta sospecha tiene su origen en el hecho de que, hace no muchos años, tanto la derecha como la izquierda concebían a la técnica como una realidad fuerte, exitosa e incontestable. Unos esperaban que las cuestiones políticas pudieran ser resueltas (o incluso disueltas) gracias a la clarividencia de los expertos y a la exactitud de sus procedimientos, otros lamentaban este proceso de despolitización tecnocrática que se traduciría en control, manipulación, destrucción y homogeneización. En cualquier caso, las valoraciones venían después de coincidir en que esa tecnificación del mundo era algo que terminaría por imponerse.
La realidad es hoy bien distinta: además de las que han sido beneficiosas, estamos rodeados de técnicas que han fracasado. Algunos casos actuales nos han hecho cada vez más conscientes de que hay riesgos producidos por el ser humano que están crecientemente fuera de control. Los vertidos tóxicos en el Golfo de México, la crisis económica producida en buena parte por el fracaso de esos sofisticados dispositivos tecnológicos que son los productos financieros, el cambio climático inducido por nuestro modelo de desarrollo no son sólo desastres con graves repercusiones sociales sino, de entrada, rotundos fracasos tecnológicos. Se equivocaban los tecnócratas, podríamos concluir a la vista de tales fiascos, pero también quienes temían los éxitos de la técnica y no tanto sus fracasos.
Lo interesante de este giro de la historia es que ha modificado radicalmente nuestra manera de entender la articulación entre política y tecnología. Ni la derecha tecnocrática ni la izquierda neomarxista de los años 60 y 70 habían pensado que la renovación de la política pudiera proceder un día del fracaso de la técnica. Lo que imaginaban era más bien su carrera triunfante, para bien o para mal, celebrada o temida. La crítica a la tecnocracia ha quedado actualmente superada por el hecho de que tenemos más bien una técnica torpe y una política cuya intervención es reclamada desde diversas instancias. Estábamos esperando que la política nos protegiera frente al poder de la técnica y ahora resulta que la política es reclamada para resolver los problemas generados por la debilidad de la técnica.
Lejos de convertir a la política en un anacronismo, la técnica (mejor dicho, sus fracasos sonados o sus riesgos potenciales) ha reforzado el prestigio de la política, de la que ahora se espera lo que otras instancias no han acertado a proporcionar. Por eso no es exagerado afirmar que la gestión de estos riesgos puede ser una nueva fuente de legitimación de la acción política. Otra cosa es que la política esté acertando a la hora de ejercer esta responsabilidad o que disponga de los instrumentos necesarios para ello.
Así pues, vuelve la política en tres aspectos fundamentales: como retorno del Estado, como recuperación de la lógica política y como exigencia de gestionar democráticamente los riesgos. Veamos brevemente cada uno de estos tres aspectos.
De entrada, catástrofes como las financieras o las medioambientales apuntan en la línea de una nueva forma de estatalidad reguladora. Mientras que el giro neoliberal supuso una retirada del Estado, la progresiva conciencia de los peligros de la civilización tecnológica impulsan al Estado a asumir nuevas tareas, aunque sea en un contexto muy diferente de aquel en el que estaba acostumbrado a actuar soberanamente. Y es que conviene no dejarse llevar en este punto por lo que podríamos llamar una ilusión óptica neokeynesiana: el Estado que vuelve no es un rico soberano, sino un Estado endeudado y necesitado de cooperación. Cuanto antes comprendamos esta nueva realidad y exploremos sus posibilidades de intervención, menos tiempo perderemos en celebrar que la historia nos ha vuelto a dar la razón.
Podemos vivir un momento de repolitización en función precisamente del descrédito de los supuestos expertos. Han fracasado quienes monopolizaban la exactitud y la eficacia; se ha vuelto ideológicamente sospechosa la apelación a la ciencia y a la técnica para poner punto final a las controversias; el mundo de los expertos se ha revelado tan poco unánime como nuestras sociedades plurales. Todo esto significa que estamos devolviendo al sistema político el poder de definir la situación, que tenemos una posibilidad inédita de recuperar la política, es decir, del arte de trasladar en decisiones nuestra falta de evidencia.
La gestión de los riesgos, peligros y catástrofes puede ser también un elemento de democratización. Un mundo más inciertono tiene por qué ser menos democrático que el desaparecido mundo de las certezas, más bien al contrario. Un ejemplo de ello puede ser la propia evolución del movimiento ecologista. El discurso ecológico, que en los años sesenta tenía una épica antiestatal, se transformó después en una reivindicación del Estado regulador. La misma introducción de la protección del medio ambiente como una tarea del Estado abrió una fuente de legitimación para la política regulativa una vez que parecía agotada aquella legitimación del Estado del bienestar centrada en la política de redistribución. Someter los riesgos tecnológicos a procedimientos políticos formales ha hecho que el conflicto entre la economía y la ecología se haya introducido en el sistema de gobierno, que no tenga ya nada de subversivo o desestabilizador. El desarrollo de Los Verdes, especialmente en Alemania, es un ejemplo elocuente de ello. Después de una larga discusión, ha terminado por imponerse la facción que prefería integrarse en las coaliciones de gobierno a la que abogaba por el control exterior. Lo que algunos llamaron “la guerra civil ecológica” en torno a la energía nuclear no condujo a desbordar las autoridades políticas de la República Federal de Alemania como muchos habían temido o deseado. Todavía recuerdo de mis años de estudiante en Alemania a principios de los 80 aquella evolución de los ecologistas, que comenzaron discutiendo la abolición del monopolio estatal de la violencia y terminaron reconociendo que sus fines sólo podían alcanzarse por medio de la política y el derecho.
Así pues, bien puede afirmarse que mientras que las catástrofes antiguas podían ser la puerta para estados de excepción antidemocráticos, los conflictos de la “sociedad del riesgo” han tenido una función democratizadora y han impulsado una cultura política del diálogo y la resolución de conflictos. Nuestra manera de concebir el modo como deben afrontarse los peligros en una sociedad democráticas se diferencian claramente de la licencia autoritaria que se concede el soberano para resolver las situaciones excepcionales. Los peligros de la “sociedad del riesgo” no exigen un estado de excepción en el sentido tradicional. Lo que exigen es, más bien, practicar toda la normalidad que sea posible en la gestión de las amenazas.
Estamos, por consiguiente, frente a una extraña paradoja: la política no se ha reforzado por la perfección de la técnica sino por el fracaso de la técnica. La técnica necesita más que nunca de la regulación política. Cuando los fracasos de la técnica son percibidos como graves amenazas para los derechos de la ciudadanía, a la política se le exige la responsabilidad de crear las condiciones que nos permitan hacer frente como sociedad a tales consecuencias. Sin los recursos de la legitimación democrática y unos Estados que funcionen (ahora también bajo la forma de una gobernanza global), no hay manera de hacer frente a las inseguridades, peligros y accidentes que las modernas tecnologías plantean.
Donde antes pensábamos que no había ningún problema para el que no encontraríamos en el futuro una solución técnica, hoy se invierte el enfoque –aunque con mayor modestia- y más bien podemos estar razonablemente seguros de que los problemas generados por la técnica o los resolvemos políticamente o no los resolveremos de ninguna manera.