El País, 15/02/2016
Las guerras ya no son lo que eran. Estamos perplejos ante conflictos bélicos y acciones terroristas que no sabemos bien cómo entender y menos aún de qué manera combatir. Los atentados del terrorismo yihadista, la misma naturaleza del autodenominado Estado islámico, tienen unas propiedades que no cuadran con las viejas categorías bélicas. Los nuevos conflictos tienen muy poco que ver con las guerras de nuestra historia: se llevan a cabo sin estados, sin ejércitos, fuera de toda lógica territorial. Por eso los clásicos instrumentos militares pierden buena parte de su eficacia en estos nuevos conflictos. Nos enfrentamos a adversarios que no tienen ni territorio, ni gobierno, ni fronteras, ni diplomáticos, ni asiento en el Consejo de Seguridad, ni verdaderas razones para negociar....
Podríamos decir que las guerras son un asunto cada vez más social que militar. En otros momentos de la historia las guerras no implicaban más que a una élite que las llevaba a cabo como si fuera un torneo entre dirigentes; actualmente se insertan en las sociedades y se dirigen más a los civiles que a los militares. Se podría afirmar que la guerra de los pobres ha sustituido a la competición entre los poderosos. No se trata de una confrontación entre poderes establecidos sino que es, por el contrario, efecto de la fragilidad debida a la ausencia de instituciones, a la precariedad del vínculo social, a la miseria que encuentra en las sociedades guerreras un medio por el que canalizarse. Son conflictos que se alimentan de patologías sociales que transcienden el juego inter-estatal y que requieren, sobre todo, un tratamiento social. La guerra —si es que todavía puede utilizarse esta palabra— se socializa cada vez más. No solamente porque implica a más civiles, sino porque sus causas están más en los dramas sociales que en las estrategias políticas de los dirigentes.
Explicar de dónde surgen los conflictos, cuáles son sus causas profundas, no disculpa ni relativiza la agresión pero sirve para combatir sus causas, más allá de las respuestas que haya que dar en cada momento a sus manifestaciones. Creo que estos nuevos conflictos se explican al menos por tres propiedades: la desintegración social, el contagio que caracteriza a un mundo interdependiente y el carácter global de la desigualdad.
Comencemos por la desintegración social y la debilidad institucional. Lo esencial de estos conflictos hay que buscarlo en el recorrido que conduce desde los sufrimientos sociales a una violencia globalizada. El sociólogo francés Durkheim puso en el centro de su pensamiento la idea de que la falta de integración social conduce a patologías severas. Dicho de otra manera: lo económico no basta para crear una verdadera integración de la sociedad, que implica siempre un mínimo de redistribución y un reconocimiento del otro. Aquello que Durkheim consideraba indispensable para las naciones de finales del XIX se ha convertido hoy en algo también indispensable a nivel mundial. No es exagerada esta analogía si tenemos en cuenta que la globalización ha alcanzado un nivel de proximidad, visibilidad y densidad social equivalente al que tenían los estados europeos a finales del XIX. La paz mundial está amenazada por la falta de integración social internacional, del mismo modo que las desigualdades domésticas lo hacían en un mundo en el que los estados nacionales eran casi la única referencia para la medición de la desigualdad. El problema es que, por así decirlo, el sufrimiento se internacionaliza a más velocidad que nuestra capacidad de integrar a ese mundo institucionalmente. Estamos en unos momentos en los que lo internacional es más bien inter-social, como sugiere Bertrand Badie. Esta inter-socialidad corre más deprisa que la decisión política y produce sus efectos antes de que la política se haga cargo de ella.
En segundo lugar, un mundo interdependiente quiere decir contagioso y desprotegido. Los problemas se expanden y nos afectan a todos. Es un mundo en el que ya no podemos ignorarnos, donde la desatención hacia las miserias de otros no nos protege de su influencia sobre nosotros. La indiferencia no es posible, ni material ni éticamente. La idea de interdependencia significa precisamente que todos dependemos de todos, el débil del fuerte, por supuesto, pero cada vez más también el fuerte del débil, cuyo sufrimiento termina por alcanzar al que se creía más a salvo. ¿Qué seguridad podemos tener en un mundo en el que todos estamos vinculados con todos, donde la violencia no se detiene ante ninguna frontera, como las enfermedades o la contaminación?
Y, en tercer lugar, la desigualdad se ha convertido en una magnitud global. En un espacio visible y comunicado la referencia para valorar la propia situación tampoco se para en las propias fronteras. De ahí la intensidad de los movimientos migratorios y la inutilidad de limitarlos cuando las aspiraciones de igualdad se formulan a escala global y los parámetros de comparación han desbordado el seno de los estados. El hambre, el paro, las guerras, la inseguridad sanitaria, la debilidad de las instituciones, todo eso contrasta con las posibilidades abiertas en otros lugares del mundo y desata el movimiento imparable de los desesperados. La brutalidad de los contrastes sociales se ha convertido en un generador de desplazamientos masivos. Un mundo a la vez unificado y extremadamente desigual es fuente de inestabilidad e inseguridad.
Si queremos gobernar esta globalización del sufrimiento no tenemos más remedio que llevar a cabo una política social de la globalización, que implica regulación, solidaridad y cooperación, es decir, introducción en la agenda los grandes asuntos sociales internacionales. Hemos dado algunos pasos, pero claramente insuficientes. Hasta el PNUD de 1966, teníamos un modelo de desarrollo que solo atendía a variables económicas. A partir de ese momento, las consideraciones sociales globales entraron a formar parte del análisis de la situación internacional. Más tarde, el Índice de Desarrollo Humano, que inicialmente tenía un cuenta un número limitado de variables, comenzó a ampliar la agenda de la seguridad e incluyó las dimensiones sociales. De una manera todavía insuficiente el sufrimiento colectivo se ha ido haciendo un hueco en las agendas globales. Así lo plantea la Agenda por la paz elaborada en la cumbre del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas el 31 de enero de 1994: “extirpar las causas más profundas de los conflictos: miseria económica, injusticia social y opresión política".
Hemos entrado en la era de los conflictos de la exclusión social, en relación con los cuales la intervención militar es una solución claramente insuficiente. No se combate la violencia de extracción social con intervenciones armadas. Se trataría de dar prioridad a las cuestiones sociales internacionales o, dicho de otra manera, entender las cuestiones internacionales desde la perspectiva de lo social. Hay una cuestión social global que hay que diagnosticar y gestionar como se hizo con la cuestión social que se planteaba en el interior de los estados durante los siglos XIX y XX.