Artículo publicado en El País, 02/01/2014
La fórmula canónica de la democracia se expresa en la autoridad con la que la que se establece Constitución de los Estados Unidos o la Carta de las Naciones Unidas: "We the people". No hay una expresión que sintetice mejor los ideales democráticos de autogobierno y el fundamento de toda legitimidad política. Pues bien, la historia de la integración europea y, de manera especial su deriva con ocasión de la crisis actual, parecen haber preferido, en cambio, la fórmula "We few" que Shakespeare pone en boca de Enrique V para referirse a los pocos soldados de los que dispone para la batalla de Agincourt frente al inmenso ejército francés y arengarles con una gloria que no habrán de repartir con una multitud.
El proceso de integración europea está marcado desde su comienzo por una concepción aristocrática. Las razones de ese elitismo son, al menos tres: en primer lugar, tras la experiencia del nazismo y la segunda guerra mundial, los impulsores de la integración europea sospechaban por principio de la idea de soberanía popular; este es el motivo por la que la Unión ha tenido siempre una arquitectura que limitaba las soberanías. En segundo lugar, esos mismos fundadores, tenían una gran desconfianza en la rivalidad y los conflictos ideológicos y una profunda fe en el liderazgo del tecnócrata a la hora de hacer avanzar la cooperación internacional. Y en tercer lugar, la agenda de cuestiones que iban a ser objeto de la integración recogía un conjunto de temas muy alejados de los intereses cotidianos de la ciudadanía y sin capacidad de movilización política.
La realidad actual, o al menos la percepción social de esa realidad, es que Europa resulta algo lejano, técnico y burocrático. Europa parece en manos de la fuerza de los mercados y la maquinación de las élites, que escapan del control democrático. La UE es procedimentalmente democrática, pero en términos sustantivos estaría más cerca del despotismo ilustrado que de una genuina democracia, de lo que podía ser una buena muestra el hecho de que la elección del presidente de la CE se parece más a la elección de un papa que a la batalla abierta entre candidatos políticos. La integración europea es un asunto de élites, bien sea intencionalmente o inevitablemente, para asegurarse una licencia ejecutiva al margen del control social o porque la naturaleza de los asuntos que están en juego no permite a los actores sociales movilizar a la opinión pública a nivel europeo con un mensaje alternativo.
Aunque los valores de la democracia apuntan hacia una mayor transparencia e inclusión, el desarrollo de la globalización ha hecho la política más opaca y en manos de los expertos que nunca. Esta circunstancia es especialmente visible en la actual arquitectura institucional de la Unión Europea donde se adoptan las decisiones sin suficiente legitimidad transnacional pero fuera del alcance de la legitimación nacional. Una gran cantidad de las decisiones políticas que se toman a nivel europeo exigen inmediata validez en el ámbito de los estados miembros sin procedimientos de ratificación democrática a este nivel.
Con motivo de las decisiones dramáticas adoptadas en torno a la crisis del euro se ha producido una escisión entre capacidad para actuar y autorización democrática, entre los que pueden pero no son responsables y quienes son responsables pero incapaces, una asimetría de poder y legitimidad, entre autorización y poder efectivo; todo ello tiene mucho que ver con esa diferencia cada vez más acentuada entre responsiveness y responsability, entre lo que los ciudadanos esperan de sus gobiernos y lo que los gobiernos están obligados a hacer o, si se prefiere, entre la capacidad de los gobiernos de explicar sus decisiones y la capacidad de los ciudadanos de entenderlas. De ahí el dilema al que suelen referirse los políticos: saben qué es lo que deben hacer pero no saben cómo ser reelegidos si hacen lo que deben hacer.
El componente técnico y ejecutivo se fortalece a costa de la deliberación parlamentaria. Pensemos en la imposición de gobiernos "técnicos" (Italia), medidas de austeridad “adoptadas” por ciertos estados miembros en 2012 o la afirmación de Christine Lagarde, presidenta del FMI, que la democracia se ha revelado de hecho como un obstáculo para el tratamiento de la crisis. No es extraño que la UE aparezca como un proyecto de las élites cuando éstas perciben cada vez más a la opinión pública y los electorados nacionales como el principal obstáculo en el proceso de integración, e incluso se considera que las grandes reformas sólo pueden acometerse cuando no hay elecciones a la vista.
Esta distancia no es sólo una cuestión de diseño institucional sino, sobre todo, un fenómeno social que alimenta la tensión entre las élites cosmopolitas y las masas territorializadas. Europa es un asunto de las élites; la nación, de los que se sienten amenazados. La integración europea es un proyecto mejor entendido y apoyado por las capas altas de la sociedad que por los sectores populares, que tienen más que temer de la globalización y se sienten desprotegidos fuera del estado nacional. Esto no puede seguir así por mucho tiempo sin amenazar la cohesión europea. La contraposición entre electorados nacionalizados y políticas burocráticamente decisivas es letal para la Unión Europea. Es inconcebible una política democrática en el siglo XXI sin el respaldo explícito de sus poblaciones, aunque tampoco pueden tomarse las decisiones estratégicas sin una visión que implique liderazgo institucional y efectividad de las políticas públicas. Este va a ser uno de nuestros principales debates a la hora de resolver la crisis europea en este año que ahora comienza y con unas elecciones europeas dentro de cinco meses.