Artículo publicado en El Diario Vasco/El Correo, 04/03/2012
El mercado es un ámbito de iniciativa y responsabilidad, pero también un lugar donde pueden ejercerse nuevas formas de dominación
La relación entre la política y los mercados es un asunto complejo que no puede ser despachado enfrentando a David contra Goliat, a la inocencia contra la perversión. Por lo general, podemos estar seguros de que quien así procede se está poniendo las cosas demasiado fáciles, bien porque no ha entendido nada o bien porque se facilita una argumentación en virtud de la cual el predicador cae casualmente del lado bueno de tan desigual batalla.
¿Son compatibles, pese a todo, la democracia y el mercado? El mercado es una institución tan arraigada en la sociedad contemporánea que sólo podemos comprender sus beneficios —y su vinculación con la democracia— si examinamos la cuestión desde una perspectiva histórica. El mercado ha sido un fermento de la democracia. Basta compararlo con las sociedades en las que las relaciones económicas estaban reguladas de otra manera.
Si examinamos cómo se articulan las relaciones económicas en una sociedad tradicional veremos que hay algo incompatible con una política democrática. En un sistema aristocrático el valor no está dado por las propiedades del objeto sino por las del dueño. Shakespeare hace decir a uno de sus personajes en Timon of Athens: “las cosas del mismo valor difieren por sus propietarios”. Por eso un aristócrata no discute al comerciar porque, de hacerlo, trataría como un igual a aquellos con quienes comercia en el momento de la transacción. Y por eso enviaban al mercado a los criados, para no tener que discutir el precio de las cosas. Mercadear es una palabra que designa algo feo, poco noble.
Probablemente de esta vieja raíz provenga nuestra antipatía hacia las actividades mercantiles, expresión de una nostalgia que sigue caracterizando a los países del Sur de Europa.
Los mercados, cuando están bien configurados, lo que hacen es romper con la fijación autoritaria del precio y por eso no es extraño que su asentamiento requiriera unas relaciones igualitarias de las que surgen las modernas instituciones democráticas. Hasta fechas relativamente recientes, el mercado estuvo prohibido, por ejemplo, a las mujeres porque implicaba una igualdad de estatus, un principio de emancipación. Y en las actuales sociedades patriarcales podemos comprobar cómo las mujeres utilizan el mercado para adquirir espacios de autonomía e iniciativa.
Está muy extendido el prejuicio de que los mercados son una institución que expulsa a muchas personas a la pobreza cuando en realidad es exactamente lo contrario. Son los mercados desregulados o cerrados los que excluyen a muchos, mientras que la libertad efectiva para comerciar es un espacio estratégico de supervivencia. Salir de la pobreza y entrar en el mercado son la misma cosa. Un estudio reciente demostraba que en los países en vías desarrollo el 61% de las salidas de la miseria se han debido a la iniciativa de los individuos. Ahora bien, para entrar en el mercado es necesario un mínimo de capital. La economía financiera surge precisamente para proveer esas necesidades de capital. La evolución de los microcréditos en los países menos desarrollados es un indicador elocuente de los beneficios que se producen cuando hay procedimientos para hacer accesible la financiación.
Si debemos defender al mercado es porque hace muy bien determinadas cosas, pero debemos advertir al mismo tiempo qué cosas no hace bien. El mercado es un gran instrumento de iniciativa individual, de transmisión de información e intercambios, lo que cuadra muy bien con la naturaleza de la democracia, pero hay cosas que no sabe hacer y otras que no deberíamos dejar que hiciera.
El mercado no gestiona bien los bienes colectivos ni es capaz de tener en cuenta el largo plazo. Hay bienes comunes (educación, sanidad, medio ambiente…) que son esenciales para una sociedad y que deben ser accesibles a todos sus miembros, independientemente de sus ingresos y sus capacidades. El mercado tampoco suele acertar en la previsión de bienes lejanos o riesgos sistémicos que resultan del encadenamiento fatal de acciones individuales. La voluntad de beneficio a corto plazo, que es una presión fuerte del mercado, no es capaz de responder, por ejemplo, a la necesidad de infraestructuras caras y a su distribución equitativa en todo el territorio ni es suficiente para promover la investigación que requiere un impulso continuado al margen de la rentabilidad inmediata. Por otro lado, hay también cosas que no deberíamos dejar que el mercado hiciera, porque su mercantilización contradice los valores de una sociedad democrática. Por eso la explotación, la desprotección, el tráfico de personas o de órganos requieren limitaciones políticas explícitas aunque haya demanda o sean rentable en términos de mercado.
Los mecanismos del mercado, abandonados a su propia lógica, no siempre ni necesariamente promueven valores democráticos. El mercado es un ámbito de iniciativa y responsabilidad, pero también un lugar donde pueden ejercerse nuevas formas de dominación. Esto no tiene nada que ver con la economía de mercado ni con los valores que ella vehicula sino con la condición humana. Basta con que los mercados no estén equilibrados con otra lógica que corrija sus inevitables fallos para que se hagan posibles ventajas asimétricas injustas o riesgos irracionales. De todas maneras, deberíamos considerar que estos reequilibrios jurídicos y políticos obedecen al objetivo de defender la lógica de los mercados y no para subvertirlos. En última instancia, el principal desafío al que se enfrentan las sociedades contemporáneas es cómo conjugar la emancipación que promueven los mercados con los principios de igualdad y justicia a los que sirven las instituciones democráticas.