Artículo publicado en El Heraldo de Aragón, 18/03/2013
Uno de los inconveniente del desmantelamiento de los servicios públicos, la desregulación neoliberal o el escándalo que produce la corrupción es que nos hace olvidar el verdadero problema de la política, el más habitual, el que no se explica cómodamente por la conducta inapropiada de unos cuantos, sino que tiene un carácter estructural: su debilidad, la impotencia pública a la hora de organizar nuestras sociedades de una manera equilibrada y justa. Descubrir a los culpables es una ocupación necesaria pero suele dificultar los diagnósticos, porque tendemos a pensar que el problema ya ha sido resuelto por la policía y los jueces. Si de algo podemos estar seguros es de que una política en la que no hubiera corrupción no equivaldría necesariamente a una buena política.
Si miramos las cosas con más detenimiento observaremos un problema aún más grave: la erosión de la capacidad de los países democráticos para construir un poder público legítimo y eficaz. Tenemos los casos más bien extremos de los “estados fallidos”, como los “estados cautivos” por los cárteles de la droga y el terrorismo, de estados aparentemente fuertes como Rusia, cuya soberanía está sometida al chantaje económico, o la dificultad de los países en los que tuvo lugar la llamada primavera árabe a la hora de transformar la movilización democrática en construcción institucional.
Pero la situación no es menos dramática en países de larga tradición democrática, donde la intervención de los estados para gobernar los mercados se enfrenta a numerosas dificultades que ponen en jaque su autoridad: la evasión fiscal, el peso asfixiante de la deuda, los efectos deslegitimadores de la austeridad pública, la dificultad de relanzar la actividad económica desde la intervención pública, el estado que pierde saber experto y competencia, los problemas de gobernabilidad, la incapacidad de regular, una administración desencantada y carente de visión, el estado del bienestar a la defensiva o en plena retirada, el servicio público degradado a los criterios de la gestión… Todas estas constricciones no son sino manifestaciones de la dificultad del estado a la hora de formular, representar y construir el interés general.
Esta debilidad de la política se explica por una serie de causas que podrían agruparse en tres factores. En primer lugar, los poderes públicos han perdido su tradicional referencia a una territorialidad determinada y este espacio ahora se les escapa, hacia dentro y hacia fuera, debido a las dinámicas de la globalización y las fragmentaciones internas. En segundo lugar, el estado ha perdido su capacidad de síntesis frente a una vida política que tiende a radicalizarse, de lo que son ahora un ejemplo elocuente las dificultades de Obama a la hora de superar la polarización o los problemas de gobernabilidad en Italia. Finalmente, la legitimidad del estado se pone en cuestión cuando la especificidad de la acción pública es medida con los criterios de eficacia de los actores privados, de lo que ahora no parece librarse ni siquiera la universidad. Así pues, el estado ha dejado de ser un lugar de conjunción entre un territorio, una comunidad, una legitimidad y una administración.
Siento responder a la pregunta por un problema de difícil solución –el combate contra la corrupción política- con otro problema de solución casi imposible, pero es que esto es lo que en el fondo más debería preocuparnos.
Deberíamos reflexionar seriamente acerca de las posibilidades de la política para producir innovaciones sociales. Más preocupante que la corrupción es el hecho de que la política haya visto como se estrechaba notablemente su espacio de configuración si lo medimos con las expectativas que en ella habíamos depositado las sociedades democráticas. Esta debilidad es más llamativa cuando se contrasta con el dinamismo de otros sistemas sociales, como la economía o la cultura, cuya regulación corresponde precisamente al sistema político. En nuestras sociedades conviven una acelerada innovación en los ámbitos de las finanzas, la tecnología, la ciencia y la cultura con una política lenta y marginalizada. La preocupación por este retroceso debería ser el origen de una renovada reflexión acerca de lo que podemos y debemos esperar hoy razonablemente de ella. Y es que hace tiempo que las innovaciones sociales no proceden de las instancias políticas sino que se desarrollan en otros espacios sociales. La política ya no concibe sino que, en el mejor de los casos, repara, desde una crónica incapacidad para entender los cambios sociales y anticipar escenarios futuros.
Las propuestas de regeneración de la vida democrática no necesitan tanto iniciativas legislativas o reformas de la administración como recuperar una visión estratégica de largo plazo. No estamos en la hora de las promesas electorales sino de los grandes diseños que son resultado de un amplio debate social. Si en algún momento fue más necesaria que nunca la reflexión democrática es ahora, en medio del actual desconcierto, si es que todavía aspiramos a superar la dictadura del instante e impedir que la política se deslice hacia una reparación (en el mejor de los casos) de lo inmediato.