El Correo / Diario Vasco, 15/10/2017
A medida que disminuye la capacidad de muchos instrumentos con los que tratábamos de comprender la sociedad, aumenta el poder de los afectos y las emociones para explicar la conducta social. Los sentimientos son de las personas, por supuesto, pero los hay también de las sociedades, donde se producen constelaciones emocionales, atmósferas afectivas, sentimientos generalizados que explican buena parte de lo que sentimos, expresamos o hacemos. Los sentimientos pueden estar, como suele decirse, a flor de piel, pero también fuera de ella, vagando como una propiedad colectiva.
Uno de esos sentimientos, personales y colectivos, de nuestras sociedades es la ansiedad. Nuestro mundo parece ser más incierto, más inseguro y, por consiguiente, más ansioso que el anterior, en el que había mucha penuria, pero al menos podía contarse con un futuro calculable, unas sociedades estructuradas e incluso unas amenazas identificables. Era posible adoptar decisiones bien informadas con un sistema estable de partidos, un trabajo seguro y una expectativa de que las condiciones de vida —en ocasiones, penosas— no iban a cambiar excesivamente. El panorama actual es muy distinto; las conc¡diciones inciertas de trabajo, el desconcierto que produce la volatilidad de los cambios, la dificultad de distinguir entre información y rumorología, la naturaleza de los nuevos conflictos que, como el terrorismo, representan una amenaza difusa e indiferenciada… Todo esto produce irritación, desconcierto, inseguridad y ansiedad, no tanto por los daños que ocasiona sino por la dificultad de identificarlos y protegerse contra ellos. Hay ansiedad acerca del mundo, de su futuro y del futuro personal y colectivo asociados a él. Tenemos un paisaje colectivo en el que se contagian y realimentan los afectos caóticos de un precariado ansioso, consumidores compulsivos, sociedades en alerta máxima, mercados histéricos, amenazas ubicuas y ciudadanos desconfiados.
En la historia del pensamiento psicoanalítico la ansiedad es descrita como una forma de miedo que carece de objeto de referencia. Los individuos ansiosos viven en una condición de peligro flotante, incapaces de describir la fuente de su aflicción, y eso refuerza su malestar. La lógica de la ansiedad representa una ruptura en relación con las lógicas del miedo y el riesgo. El objeto de la ansiedad no es identificable, de manera que la seguridad resulta mucho más limitada. Los tiempos ansiosos producen un miedo cuya fuente nos es desconocida. Tener miedo de algo inconcreto, enfrentarse a un futuro con un nivel de incertidumbre superior a lo que estamos en condiciones de soportar, produce en nosotros una inquietud especialmente intensa.
La nueva ansiedad altera la tradicional ecuación de peligro y protección que daba forma y legitimidad a nuestras instituciones sociales, económicas y políticas. Antes había amenazas concretas y protecciones en mayor o menor medida eficaces; hoy tenemos riesgos indeterminados y promesas de seguridad que actúan como placebos. En la sociedad de la ansiedad se mantienen las viejas prácticas para proporcionar seguridad con una eficacia más limitada. La perplejidad que todo ello produce es lo que explica el tono negativo que se ha apoderado de la política. Casi todos los agentes políticos cuentan una historia de descontento y frustración a los electorados. Una característica de los recientes discursos políticos es la proliferación de ideas y categorías centradas en la suposición de que va a ocurrir un desastre. La prevención se ha convertido en una estrategia clave, lo que parece muy razonable, pero también hay fenómenos de histeria y ofertas populistas de protección con las que es fácil seducidar una buena parte de la sociedad.
Cuando de lo único que parecemos seguros es de que el futuro puede ser muy diferente del presente y de modos imprevisibles, no hay manera de refutar cualquier motivo de inquietud. La ansiedad fija a los sujetos en el momento presente y desmonta los sueños e ilusiones por un futuro mejor. Forma parte de esta fijación en el presente la velocidad informativa, que hace tiempo ha dejado de servir para que nos hagamos una idea coherente de lo que sucede y funciona en cambio como ruido que calma nuestra desorientación. Con el aumento de la información disponible y su actualización impulsiva, no es que estemos mejor informados, sino que podemos creer que estamos exonerados de ejercer la reflexión personal.
Otro asunto que incrementa la ansiedad colectiva es el terrorismo y su gestión. En vez de una amenaza tangible, las prácticas de seguridad en un horizonte ansioso trabajan sin saber exactamente lo que están buscando. Delata este desconcierto la sorpresa con que nos interrogamos por los motivos que llevaron a la violencia a los jóvenes de Ripoll o al jubilado de Las Vegas. Los instrumentos de control y vigilancia construyen unos criterios de sospecha por medio de algoritmos, datos y confiscación de la información privada. Campañas de seguridad, sospecha hacia el emigrante, prácticas de detención indiscriminadas, etc. normalizan la desconfianza y la sospecha. Las personas y los grupos son examinados como si no fueran lo que parecen ser. La actitud de desconfianza da lugar a numerosas paradojas, como la de aumentar la sensación de desconfianza. El incremento de la sospecha en las sociedades abiertas acentúa la lógica de la ansiedad. La vigilancia incrementa la sospecha y, a su vez, la sospecha impulsa a aumentar la vigilancia. Pensemos, por ejemplo, en la exigencia de transparencia universal, que tiene el efecto lateral de que cualquier zona de sombra se convierte en algo inquietante. La sospecha generalizada borra la diferencia entre racionalidad y pánico, entre anticipación razonable y ansiedad fuera de control. La desconfianza se ha convertido en una actitud generalizada detrás de la sospecha hacia quienes no nos son familiares, hacia el extraño, reforzando así la polarización y la exclusión. Desconfía quien milita a favor de la transparencia democrática, pero también el xenófobo, coincidiendo involuntariamente en la creación de un clima que incrementa la ansiedad colectiva.
¿Qué podemos hacer para detener estos círculos infernales que desgarran el equilibrio emocional de las personas y las sociedades? En unos momentos en que gobernar ya no significa garantizar la seguridad sino gestionar las inseguridades, probablemente lo más revolucionario sea la serenidad, un valor que debería apreciarse más en nuestros gobernantes y que deberíamos cultivar también entre nosotros, en tanto que ciudadanos, votantes, consumidores, espectadores… o simplemente, en tanto que seres humanos.