Artículo publicado en El Diario Vasco/El Correo, 14/02/2012
Examinar el fenómeno de la inmigración en toda su complejidad es el mejor modo de acabar con determinados tópicos. Detrás de los prejuicios suele haber una realidad que no se ha acabado de comprender
En los sentimientos que suscita la inmigración y en buena parte de los discursos dominantes hay un montón de lugares comúnes que nos impiden ver una parte de la realidad. Se nos habla siempre de la influencia que los inmigrantes tienen sobre la identidad y la cultura que los acoge, con temor o celebrando la nueva diversidad, pero apenas se examina la influencia de signo contrario. La cuestión que se plantea es si la inmigración, unida a una débil natalidad, permitirá mantener la identidad de unas sociedades europeas cuyas ciudades, aseguran, se parecen cada vez más a las de África o Asia. Tanto la ideología xenófoba que teme la pérdida de la propia identidad y el ‘reemplazamiento étnico’ como la actitud liberal que, con las mejores intenciones, defiende la ‘integración’ de quienes vienen, consideran la inmigración como un fenómeno que actúa sobre el país de acogida pero apenas se reflexiona sobre la influencia que la inmigración tiene en los países y las culturas de origen. ¿Y si tanto como ellos actúan sobre nosotros influyéramos nosotros sobre ellos? ¿Por qué no considerar que la inmigración, lejos de debilitar nuestra identidad, es un medio de extender nuestros valores por el mundo?
De entrada, es curioso que tales temores nos impidan ver la radical asimetría que caracteriza al fenómeno de la inmigración. Parecería como si se hubieran invertido los papeles del fuerte y del débil y las amenazas provinieran del elemento indudablemente más frágil de la relación. En primer lugar, los inmigrantes son, por lo general, una minoría en las sociedades de acogida y están más expuestos a la cultura de los autóctonos de lo que estos están expuestos a la cultura aportada por los inmigrantes. En segundo lugar, los inmigrantes, desde el punto de vista económico, social y político, constituyen un grupo dominado más que un grupo dominante, y su influencia sobre la cultura de la sociedad de acogida es mucho menor que en el sentido inverso. Por estas razones hay motivos de sobra para pensar que quien más afectado se ve por el encuentro es el que llega y no el que recibe.
Los inmigrantes están continuamente expuestos a las ideas, los valores y las prácticas de la sociedad en la que viven, de manera que pueden hacerlos suyos y transmitirlos a sus comunidades de origen. La cuestión no es tanto si se altera la identidad de la sociedad de acogida como saber en qué medida, a través de los emigrantes, las sociedades de origen están expuestas a los valores que fundamentan la identidad de las sociedades de acogida. Deberíamos, por tanto, considerar la inmigración como un proceso de doble dirección, que aporta a la sociedad de origen de los emigrantes un cierto número de elementos adoptados en la sociedad de acogida. Vistas así las cosas, los inmigrantes no serían únicamente introductores de valores y prácticas no occidentales en los países occidentales sino también, en el sentido inverso, canales a través de los cuales los valores y prácticas occidentales son difundidos en otras partes del mundo. Los inmigrantes no sólo envían dinero sino también ideas y modelos de comportamiento. Dado que los inmigrantes son frecuentemente considerados en sus países de origen como personas que han tenido éxito, aquellas sociedades pueden abrirse así a los valores y prácticas a los que se debe ese éxito. De manera que la inmigración puede ser un instrumento de influencia y difusión cultural pero no en la dirección en la que habitualmente se cree.
Lo que nos impide entender el fenómeno de la inmigración con toda su complejidad y sus matices es que todavía mantenemos una concepción estática de las culturas y las sociedades. Integración o sustitución son los dos términos que tratan de explicar la relación entre dos culturas que se topan en una sola dirección. Conservadores y liberales tienden a pensar que las diferencias culturales se perpetúan a través de las generaciones y permitirían que las poblaciones concernidas se reproduzcan independientemente la una de la otra. No tienen en cuenta la bidireccionalidad de sus influencias y los fenómenos de mestizaje, la exogamia que tiende a acrecentarse con el paso del tiempo. Clasificar a las personas como autóctonas o extranjeras termina siendo un corte arbitrario en un continuo donde no hay dos poblaciones sino una constituida por personas que presentan un gran número de combinaciones posibles en términos de orígenes. Dado el dinamismo y la porosidad de las sociedades actuales, la adscripción a un solo grupo va a ser cada vez más la excepción que la regla.
Examinar el fenómeno de la inmigración en toda su complejidad es el mejor modo de acabar con determinados tópicos. Porque detrás de los prejuicios suele haber una realidad que no se ha acabado de comprender.