Artículo publicado en El Diario Vasco/El Correo, 16/05/2011
La vida internacional ya no se resume en una yuxtaposición de soberanías y una confrontación de poderes. Se va configurando poco a poco un humanismo internacional o, mejor, trasnacional.
Las intervenciones militares de la comunidad internacional, tan dispares, desde Iraq hasta Libia, han generado un intenso debate. No les falta razón a quienes subrayan la contradicción de determinadas operaciones, su carácter selectivo según el interés de las grandes potencias. Pero conviene no olvidar de dónde surge el deber de tales intervenciones. Por un lado, la realidad de nuestra interdependencia nos ha situado frente a nuevas responsabilidades; por otro, desde Ruanda o Srebrenica sabemos que el tratamiento estrictamente humanitario de las crisis y las catástrofes no tiene ninguna eficacia, cuando están por medio crueles masacres y la represión brutal de los derechos humanos más elementales. Esta experiencia ha hecho que el discurso humanitario haya salido de la lógica de la neutralidad para entrar en la lógica de la responsabilidad.
Mientras que los derechos humanos han servido para construir la soberanía de los estados, hoy la condicionan y cuestionan. Varios siglos de construcción del estado de derecho y la democracia han conseguido desdivinizar la soberanía interna de los estados; ahora se trata de relativizar sus intereses en materia de política exterior. Si en otros momentos de la historia los derechos humanos relativizaron la política interior de los estados, actualmente apuntan a las relaciones internacionales: el gran desafío de los derechos humanos es hoy el descubrimiento de la humanidad más allá de la nación. Poco a poco la humanidad se impone como un referente de la política internacional haciendo retroceder a la idea de la soberanía nacional o los intereses correspondientes.
Vivimos en un momento de ruptura en el orden internacional: se han acabado las historias de la bipolaridad, el enfrentamiento ideológico y las potencias militares rivales, pero también el final de un mundo entendido como la yuxtaposición de estados nacionales dedicados a competir entre ellos o a coexistir en la recíproca indiferencia. La globalización ha hecho de la interdependencia un principio activo del juego internacional que cuestiona directamente la idea misma de soberanía. Además de la realidad de la interdependencia, el otro gran principio limitante de la soberanía es el respeto a los derechos humanos, cuya violación activa el deber de intervenir de la comunidad internacional. En el fondo, ambos principios están entrelazados pues lo que ha precipitado la práctica generalizada de la intervención no es un descubrimiento idealista de los derechos humanos, sino la realidad de nuestra interdependencia. Esta dependencia mutua ha dado lugar a nuevos escenarios de responsabilidad en los que aumentan las demandas de cooperación y de intervención: llamamientos a empresas para que inviertan y creen empleo, a los estados para que cumplan determinadas exigencias presupuestarias que no dañen al conjunto, a las instituciones internacionales para prestar o asisitir, a un poder regional o mundial para restablecer la seguridad.
Este es el contexto a partir del cual la ONU formula el principio de la ‘responsabilidad de proteger’, como un deber al que acompaña, bajo determinadas condiciones, el derecho de injerencia. La soberanía fue salvada o congelada por la Guerra Fría. La amenaza exterior implicaba que el poder de los estados permanecía intacto, al precio de los más graves atentados contra los derechos humanos. Los bloques ideológicos creyeron poder ignorar exigencias humanas fundamentales en nombre del principio de la no injerencia, del que no hacían más que un uso puramente retórico ante sus rivales. Pero estas circunstancias han cambiado radicalmente. Una verdadera política internacional de los derechos humanos resulta posible cuando ya no está instrumentalizada por la competencia bipolar. Los derechos humanos de otros son cada vez más un asunto cotidiano de la vida internacional, con independencia de las adscripciones ideológicas, que ya no sirven de excusa para mantener situaciones intolerables. La vida internacional ya no se resume en una yuxtaposición de soberanías y una confrontación de poderes. Se va configurando poco a poco un humanismo internacional o, mejor, trasnacional. Existen ya instituciones capaces de fijar prácticas eficaces, la lenta ascensión del principio de jurisdicción universal, la universalización de los derechos humanos y el reforzamiento de la integración internacional son elementos de buena gobernanza capaces de hacer frente a largo plazo a la diseminación de la violencia.
Hay muchos actores y redes que intervienen para hacer operativa la idea de humanidad, en competencia con los intereses nacionales y modificando el valor y la eficacia de los recursos clásicos del ejercicio del poder. Al mismo tiempo, la referencia a la humanidad ha pasado de ser un discurso privado, propio de las instituciones «sin fronteras», a politizarse en la medida en que los estados se enfrentan a nuevas responsabilidades, para convertirse en principio de vigilancia internacional.
Por supuesto que no podemos hablar aún de democratización de la vida internacional: aún queda mucho poder estatal arbitrario. No es que la política internacional de los derechos humanos haya sustituido el cinismo por la moral o los gobiernos por las ONG… Aunque siempre y en todas partes se haya evocado a la humanidad, esta referencia tiene en el mundo actual una nueva oportunidad: el humanismo transnacional consiste en poner la exigencia de integración más allá de las ventajas unilaterales o convencer de que estas ventajas son precarias si no están inscritas en un proceso de integración internacional.