El País, 07/05/2010
La revista británica The Economist se define a sí misma de la siguiente manera: “está revista se publica desde el año 1843 para participar en el duro combate entre la inteligencia, que impulsa siempre hacia delante, y una fútil y miedosa ignorancia, que impide nuestro progreso”. Esta declaración liberal, con su toque épico, tiene actualmente un carácter anacrónico. Hoy, salvo estas excepciones heroicas, podríamos decir que la precaución ha sustituido al proyecto y tenemos una relación más bien profiláctica con el futuro.
Para quien ha crecido en los miedos de los años 70 y 80 del siglo XX (límites del crecimiento, amenaza nuclear, crisis ecológica, escasez de recursos… ), la palabra “progreso” suena de una manera frívola. Ahora, en plena tormenta de la crisis, utilizar el lenguaje del management que ensalza la cultura del riesgo y la disposición al fracaso parece una provocación.
En general, ser progresista hoy no tiene nada que ver con el progreso, sino más bien con la precaución frente a la ciencia y la técnica. Desde entonces se ha convertido en algo corriente citar aquella frase de Benjamin contra Marx de que lo revolucionario es echar mano del freno de urgencia de la historia. Y actualmente, tras las crisis financieras y la cuestión del cambio climático, este carácter intempestivo de la idea de progreso no ha hecho más que incrementarse.
Teniendo en cuenta la gravedad de los riesgos a los que nos enfrentamos, el miedo no es del todo infundado. En este contexto, la posición que Jonh Carlin defendía en estas páginas (“La edad del miedo”, 22/03/2010) es un ejercicio de irresponsabilidad. Carlin critica las alarmas excesivas y la aversión al riesgo, como una paranoia de los países acomodados. Por supuesto que la histeria es un modo poco razonable de enfrentarse a los riesgos, pero no dice nada contra su existencia; los riesgos siguen siendo un motivo de preocupación incluso aunque nuestra manera de afrontarlos pueda ser exagerada o ridícula. Carlin no tiene razón en lo que niega sino en lo que critica.
Indirectamente su provocación debería hacernos reflexionar sobre los límites de la precaución. Pongamos un ejemplo reciente. Es probable que este invierno pase a la historia como el tiempo de las alarmas, entre las que podríamos destacar la gripe A y la prevención frente a ciertos fenómenos meteorológicos potecialmente catastróficos.
No se si fue la mala conciencia por no haber anticipado la crisis económica, pero el caso es que los gobiernos se sobrepasaron en las alarmas en torno a los posibles contagios o los vendavales, cuya mera denominación (“ciclogénesis explosiva”, “tormenta perfecta”) tenía tintes admonitorios. La actual decisión de interrupir el tráfico aéreo debido al peligro que suponen las cenizas de un volcán islandés ha desatado las críticas de las compañías aéreas que la consideran una precaución exagerada.
Los gobiernos prefieren advertir que cargar luego con la acusación de no haber previsto lo peor. Esta actitud parece muy aconsejable, pero tiene también algunos inconvenientes incluso en el caso de que las cosas no hayan ido tan mal como nos las hicieron temer.
Y es que no se puede atender igualmente a todos los riesgos; toda conducta preventiva tiene algún coste, aunque sólo sea porque cuesta dinero o porque la precaución es inevitablemente selectiva y subrayar un riesgo implica desatender otro. Nadie pide responsabilidades por el miedo inducido, el dinero malgastado o la atención perdida hacia otras cosas importantes. El exceso de alarmas es menos grave que su defecto, pero tampoco es lo mejor.
Las lecciones que hemos de extraer de las alarmas excesivas es que los programas para excluir absolutamente el riesgo generan efectos contraproductivos. El proyecto de eliminar completamente el miedo a través de una prevención total es un absurdo porque los miedos forman parte de la condición humana, de su carácter abierto y de la correspondiente indeterminación de las democracias liberales. Las prevenciones suelen implicar alguna prohibición y estas, en una sociedad abierta, deben ser establecidas –ahora sí- con la mayor prevención.
No creo arriesgar demasiado si aseguro que nuestras principales discusiones van a girar en torno a esta cuestión de cómo valoramos los riesgos y qué conductas recomendamos en consecuencia.
La confrontación política gira actualmente en torno a las probabilidades de peligro y la agenda de los riesgos. La política es más una competición en torno a los peligros que acerca de las oportunidades. Los actores políticos se asemejan en que se dedican igualmente a advertir la inminencia de determinados peligros y se ofrecen a salvarnos del desastre; se distinguen únicamente en qué consideran lo más peligroso, la pérdida de la identidad o la desprotección social, los riesgos vinculados a la inseguridad o los que proceden del posible abuso de los vigilantes. Los agentes políticos tienes menos ideología que recursos de alarma.
Este debate se ha agudizado tras irrumpir la cuestión de los riesgos globales en las agendas políticas. El cambio climático, las nuevas amenazas a la seguridad, los riesgos sanitarios y alimentarios, las crisis financieras plantean, de entrada, un desafío a nuestra conceptualización de esos futuros inciertos.
¿Cómo podemos conocer el riesgo posible? ¿Cómo actuar en relación con los riesgos, que no son hechos comprobables sino posibilidades latentes de controvertida identificación? ¿Cómo tener en cuenta lo improbable?
Todo futuro incierto nos sitúa ante dilemas de especial dificultad: qué precaución es razonable, de qué manera podemos anticipar las cadenas causales catastróficas, qué tipo de acción concertada corresponde al tratamiento global de nuestros problemas, cómo gestionamos nuestra inevitable ignorancia acerca de los acontecimientos futuros… Nos hacen falta acuerdos en torno a los riesgos aceptables.
En muchas decisiones que tienen que ver con los riesgos no se trata de elegir entre alternativas seguras y arriesgadas, sino entre alternativas siempre arriesgadas. Como acabo de señalar, toda medida preventiva implica riesgos, tanto por lo que hace como por lo que deja de hacer. El miedo es una señal y con respecto a las señales no es razonable ni desentenderse ni multiplicarlas.
Hasta ahora no hemos conseguido articular un concepto y una estrategia de lo que debería ser un equilibrio razonable entre el riesgo y la seguridad, de lo que tenemos una idea arcaica. Da la impresión de que no hemos entendido ni lo uno ni lo otro: hasta qué punto el riesgo está en la entraña de nuestras sociedades, qué inservible un concepto de seguridad formulado en otras épocas. Por eso nuestros sentimientos en torno al miedo se vuelven especialmente vulnerables.
El trato con el futuro incierto, en lo que éste tiene de peligroso, es una de las conductas más difíciles de aprender: muchas veces somos temerosos cuando no hay motivo suficiente y en otras temerarios más allá de lo razonable.
Tratándose de sociedades complejas, donde todo está estrechamente interrelacionado, la gran cuestión es cómo podemos protegernos de nuestra propia irracionalidad. Los encadenamientos catastróficos frente a los que nos hemos de proteger resultan de nuestra irresponsabilidad por temer demasiado o demasiado poco.
En la crisis económica, por ejemplo, quienes gestionaban las innovaciones financieras tenían menos miedo del que debieran; ahora, la desconfianza de los agentes económicos se explica porque temen tal vez demasiado. Hablando en términos generales, seguramente deberemos generalizar una regulación ex ante, que permita prevenir lo que no es posible sanar, anticipar más bien que reaccionar, impedir y no tanto corregir.
Y, dado que los miedos no se pueden eliminar completamente, necesitamos nuevas estrategias para gobernarlos. Para eso están las instituciones y esa es una de las funciones del gobierno: generar confianza y previsibilidad, impedir que el miedo se convierta en pánico o que la audacia favorezca la irresponsabilidad.