Artículo publicado en El Diario Vasco/El Correo, 09/11/2014
Buena parte de la actual volatilidad de los gobiernos, su desgaste y sus dificultades para dirigir procesos complejos (eso que hemos llamado “crisis de gobernabilidad”) o, de una manera más
banal, las dificultades de ser reelegidos, tiene su origen en un hecho fácilmente comprobable: hay muchos más manuales acerca de cómo hacerse con el poder que libros acerca de qué hacer con él,
lo que se corresponde con el hecho de que haya más asesores de comunicación, marketing y desarrollo de campañas electorales que de gobierno propiamente dicho. Y además, como quien gobierna suele
estar obsesionado por la reelección y hay elecciones continuamente, buena parte de su actividad es más estrategia electoral que de gobierno. Es como si estuviéramos facilitando el acceso al poder
a gente que no se ha preocupado demasiado en qué hacer con él.
Si la vida política está protagonizada por gente que ha demostrado más habilidad para acceder a ella que para gobernar efectivamente, la lógica consecuencia es que hay más promesas que
realizaciones, lo que necesariamente produce un incremento de la decepción. No tiene nada de extraño, en consecuencia, que aumenta la desafección política en la medida en que mejoran las técnicas
de seducción política.
Tal vez sea esta circunstancia una explicación del hecho de que en el espacio público haya más agitación emocional y promesas inconcretas que debates en torno a propuestas concretas de gobierno.
Lógicamente, en este contexto partidos como Podemos tienen todas las de ganar, y quienes han gobernado o aspiran a hacerlo, todas las de perder mientras la agenda política no se configure de otra
manera.
La única manera de equilibrar esta situación es volver a poner en el centro de nuestras reflexiones la idea de gobierno, qué puede significar esto en el siglo XXI, qué podemos esperar
razonablemente de los gobiernos en sociedades complejas, qué nivel de expectativas políticas produce la mayor movilización con el menor coste de decepción y, sobre todo, pensar más en que pueden
hacer los gobiernos y menos en lo que pueden prometer.
Esto implica que nos relacionemos con el futuro de otra manera, más estratégica y menos oportunista, que convirtamos a la política en una reflexión colectiva en torno al futuro y su configuración
democrática. Las actuales dificultades para abordar las reformas institucionales que requiere el Estado español se deben, por supuesto, a la cortedad estratégica de los principales agentes, pero
también a una incapacidad de anticipación del futuro que tiene carácter estratégico. Las aplazadas reformas territoriales, las dificultades a la hora acordar una estrategia compartida para la
salida de la crisis o el hecho de que las reformas educativas parezcan inabordables fuera de los ciclos electorales y los intereses de partido, todo ello es el resultado de la tiranía del corto
plazo en la que chapotean nuestros sistemas políticos. La política actual padece un gran déficit de capacidad estratégica; sus principales actores son administradores aplicados que trabajan en un
horizonte temporal muy corto y ceden con frecuencia a la tentación de desplazar las dificultades al futuro a costa de las siguientes generaciones.
Es necesario levantar la vista por encima del detalle o la ocupación de lo urgente, de manera que superemos nuestra corta visión, el correspondiente oportunismo y nuestra limitada capacidad de
aprender. Sólo si la política recupera capacidad estratégica conseguirá pasar del mundo de las reparaciones al de las configuraciones. La democracia ha demostrado en estos últimos 200 años una
gran capacidad para la adaptación y el cambio gradual, pero parece poco dotada para aprendizajes reflexivos o de segundo orden, para procurarse una capacidad estratégica, especialmente en
entornos de grandes transformaciones. Una de las cosas sobre las que hay que reflexionar es qué tipo de problemas no pueden resolverse con los recursos disponibles y requieren otro tipo de
tratamiento, porque son este tipo de problemas los que colapsan nuestros sistemas políticos.
Las lecciones de la crisis no son muy esperanzadoras. Ya en el año 2011, sólo tres años tras la irrupción de la crisis financiera, el volumen de las especulaciones con opciones y productos
derivados volvió a adquirir una enorme dimensión y el banking shadow era ya bastante mayor que antes de la crisis. Todo ello parece indicar que la crisis no ha sido suficientemente aprovechada
para configurar un sistema financiero global estable, con las instituciones y regulaciones adecuadas. En otros ámbitos como la reforma de las administraciones públicas o el tránsito hacia otro
modelo productivo ¿estamos poniendo en marcha las reflexiones necesarias y los correspondientes procesos de reforma?
Si no somos capaces de aprovechar una crisis como la actual para llevar a cabo las reformas necesarias (que algunos han confundido interesadamente con los recortes), el futuro de nuestras formas
de gobierno no es nada prometedor.