El País, 19/09/2010
Para entender a una sociedad es más útil examinar sus temores que sus deseos. Dime a qué tienes miedo y te diré quién eres, podríamos afirmar. ¿Qué nos indican a este respecto acciones como la quema del Corán por parte de un pastor americano o la expulsión de los gitanos en Francia? ¿Cabe sostener que, en el fondo, esos actos de poder son debidos al miedo, a algo que podría denominarse miedo global?
A mi juicio, estas decisiones están relacionadas con el temor al pluralismo religioso o con la inquietud hacia un “otro” de difícil asimilación, todo ello mezclado por supuesto con determinadas frustaciones. Son expresión de las patologías de un yo global que reacciona autoritariamente para compensar su propia impotencia, ese sujeto que es a la vez inseguro y tiránico, apático y voraz. Así podemos comprender esa sensación de asedio que experimenta buena parte del mundo occidental, ese mundo que vive en una situación de seguridad objetiva como ninguna otra época anterior en la historia de la humanidad.
¿Cómo es posible que coincidan en el tiempo una sociedad segura con una civilización del miedo, que temamos más cuando hay menos motivos objetivos de temor? De entrada, porque en nuestra sociedad muchos miedos son debidos precisamente al incremento de la seguridad; el hábito de la seguridad ha agudizado la percepción de la pérdida. Vivimos en un mundo en el que podemos perder más porque tenemos mucho, respecto de un mundo donde podíamos ganar más porque teníamos muy poco.
La paradoja se explica también mediante la distinción entre peligros antiguos y riesgos actuales. En las sociedades tradicionales había grandes miedos pero eran bastante previsibles: la carencia, el hambre, la enfermedad, la guerra. Lo improbable se situaba en un horizonte de tipología del miedo constante. Contra estos miedos podía uno organizarse en cierto modo. En cambio ahora, las fuentes del miedo son más inciertas e indeterminadas, lo que ha venido explicándose como un mundo más de riesgos que de peligros. En nuestra sociedad no podemos programar los riesgos, no tenemos un catálogo de ellos. El elemento de improbabilidad no puede dominarse, sobre todo, cognitivamente. El actual incremento del miedo no se debe sólo a que hayan aumentado ciertos riesgos que amenazan a la sociedad sino a que han aumentado las condiciones de incertidumbre en las que discurre la vida de las personas. Por eso el espacio de lo imaginario se amplía enormemente y con ello su uso político: se hacen guerras, se ganan elecciones y se gobierna sobre lo imaginario.
Para entender estos cambios de paradigma es necesario hacerse cargo de la distinta función que el miedo ha tenido en la construcción de la comunidad política moderna o en la actual fragilidad de los espacios globalizados. El miedo es la pasión que está en el origen de la vida asociada. Si releemos a Hobbes nos encontraremos documentado este tránsito, que ahora podemos recordar sucintamente. Los seres humanos tenemos una similar capacidad de destrucción mutua. El miedo a la muerte causada por los otros induce a los individuos a la construcción de una sociedad civil y política que garantice la seguridad. La reacción autoconservadora está en el origen del artificio estatal moderno. Someterse al soberano es el precio que hay que pagar para dejar de temer a nuestros semejantes.
Esto ya no es así en la era global. Seguimos teniendo miedo a muchas cosas, por supuesto, pero lo que se ha debilitado es la metamorfosis productiva del miedo, su traducción en acción racional que configura las instituciones comunes. El miedo se ha convertido en algo ineficaz, improductivo y desesperado. En las actuales explosiones del miedo no queda nada de aquella fuerza productiva que levantó las instituciones políticas de la modernidad.
Al mismo tiempo sucede que los dos principales dispositivos para liberar al hombre del miedo —la técnica y la política— han perdido buena parte de su eficacia. La técnica se ha convertido en una multiplicadora del riesgo y la incertidumbre, mientras que la política, en su clásica forma estatal, es incapaz de hacer frente a los desafíos de la globalización. En este contexto, ¿cómo no íbamos a recaer en aquel “analfabetismo del miedo” del que hablaba Musil y que revela nuestra incapacidad de tenerlo razonablemente?
Además de su improductividad política, el miedo global se caracteriza porque no tiene su origen en la amenaza potencial del semejante sino en la inquietud provocada por el diferente. El otro, el extranjero, el distinto, viene a jugar el papel de una diferencia perturbadora. A lo que se tiene miedo no es tanto a un conflicto simétrico —que presupone igualdad— sino a la asimilación o la contaminación. El otro que da miedo ya no es el similar (aquel similar hostil, cuya peligrosidad venía del hecho de tener la misma capacidad destructiva que yo, según el esquema básico de Hobbes) sino el diferente, desde el punto de vista étnico, religioso, cultural o ideológico. Dado que el miedo contemporáneo no procede del igual sino del diferente, este miedo no puede trasladarse fácilmente en un artificio que transmute esa igualdad de la amenaza en una igualdad de derechos. También en este punto se pone de manifiesto la naturaleza profundamente antimoderna e improductiva de nuestros actuales miedos.
En orden a la constitución o mantenimiento de una sociedad democrática, el miedo no es ni bueno ni malo; todo depende del uso que se haga de esa pasión humana elemental. Nuestro gran desafío consiste actualmente en darle un cauce razonable, cómo transformarlo en una fuerza constructiva que nos permita conocer mejor la realidad y fortalecer la convivencia democrática. Hay que llevarse bien con el miedo y gestionar esa doble dimensión, esa suerte de ambigüedad que le caracteriza: puede paralizar, pero también organizar estrategias de defensa y construcción. El miedo no es sólo paralizante, sino organizativo. Bien administrado, puede tener una gran capacidad cognitiva frente al riesgo.
El miedo no es sólo un instrumento de control para las élites sino una pasión elemental y universal, cuya primera e indispensable función consiste en garantizar la autoconservación de los individuos manteniendo viva en ellos la memoria de su vulnerabilidad. La política sirve, entre otras cosas, para cultivar en la sociedad un miedo proporcional y razonable. Por supuesto que existe un “meter miedo” antidemocrático, populista, que a través de la estigmatización pretende neutralizar las virtualidades democratizadoras del pluralismo; el miedo se puede provocar artificiosamente para ofrecerse como salvador o para inducir el letargo en una sociedad de manera que sea menos ingobernable. Pero hay un miedo que puede ser fuente de lucidez y liberación. La oportuna dramatización de los riesgos es un antídoto contra ese presente obtuso que no sabe más que tirar para delante. En relación con muchas de las amenzas reales a las que nos enfrentamos, reactivar el miedo puede servir para salir de la pasividad autodestructiva y recuperar la fuerza movilizadora contra la catástrofe.
Una de nuestras principales tareas consiste precisamente en racionalizar el miedo global, ese miedo que es muy lógico habida cuenta la común exposición de la humanidad al riesgo de autodestrucción, la mutua interdependencia que nos vincula al destino de nuestros similares. La vulnerabilidad, negada por un sujeto que se había pensado como soberano y autosuficiente, puede convertirse en el presupuesto para la formación de un sujeto en relación, capaz de hacerse cargo del otro y del mundo. ¿Y si la conservación del mundo fuera la revolución copernicana de la era global? El ideal de cuidar y conservar abandonaría su resonancia estática y antiprogresista para asumir una significación emancipadora. Tendríamos así una tarea para inquietar realmente a ese sujeto predatorio, parasitario, espectador y consumidor, que ahora está muerto de miedo.