Artículo publicado en El País, 22/04/2011
Ahora que tan de moda está mezclar la realidad con la ficción, yo propongo un relato del que la mayoría dirá que es puro realismo y yo sostengo que se trata de una ficción: el Gobierno socialista se enfrentó de entrada a la crisis con el heroísmo que cabía esperar de la izquierda y ha terminado por rendirse a los mercados con un servilismo propio de la derecha. ¿A que suena bien y podría arrancar bastantes aplausos en un foro adecuado? ¿Y si la verdad fuera lo contrario?
Esta sería mi versión del asunto: el Gobierno, que venía de una cómoda etapa de expansión de gasto y extensión de compromisos asistenciales, aplicó inicialmente las medidas keynesianas que recomendaban casi todos y ahora, con mejor conocimiento de la naturaleza de la crisis, consigue realizar unas reformas cuyo objetivo último es salvar el Estado de bienestar en medio de una crisis global sin precedentes.
En el debate en torno a la gestión de la crisis hay varios lugares comunes que indican que no se ha entendido casi nada. Los mismos que creyeron que volvía el keynesianismo piensan ahora que estamos ante una nueva traición neoliberal. Y si no era cierto aquello, tampoco lo es esto. ¿De qué se trata, entonces?
Convendría que no nos equivocáramos de batalla. El principal problema al que nos enfrentamos es garantizar la sostenibilidad de los compromisos que están en el origen del Estado de bienestar, en un contexto inédito (por la crisis, pero también por las interdependencias que nos vinculan con otros, especialmente con el resto de la Unión Europea). Mientras no se enfoquen así las cosas, las reformas económicas se harán con mala conciencia y la izquierda carecerá del discurso que necesita para convencer de que no está en juego una modificación de los valores que le son propios, sino de las circunstancias en las que tiene que defenderlos.
El hecho de que cuando un Gobierno socialista actúa para favorecer la lógica del mercado sea visto como una traición a los principios esenciales se debe a que hay una vieja percepción equivocada del mercado, al que se considera una realidad antisocial, un promotor de la desigualdad. Según este prejuicio, razonar económicamente es conspirar socialmente; lo social no puede ser preservado más que contra lo económico.
Mi propuesta para elaborar una nueva agenda socialdemócrata parte de revisar la relación que ha tenido la socialdemocracia con la izquierda liberal. Parto del principio de que el mercado es una conquista de la izquierda y la competencia es un auténtico valor de la izquierda, frente a las lógicas de monopolio y los privilegios. Desde este punto de vista, las reformaspara favorecer el mercado (para que funcione mejor, con más capacidad para crear puestos de trabajo, proporcionando oportunidades a más personas, mejorando las condiciones de acceso al mercado de trabajo…) no implican necesariamente más eficacia y menos justicia social. Todo lo contrario: pueden ser de izquierdas en la medida en que reduzcan los privilegios.
Solo una socialdemocracia que tenga el valor de aumentar las oportunidades para todos y contribuir a un sistema fundado sobre una verdadera meritocracia puede decir con razón que lucha por los miembros menos favorecidos de nuestras sociedades. Son los objetivos que han caracterizado a la izquierda europea -como la protección de los más débiles o el combate de las desigualdades y los privilegios- los que deben llevarle a adoptar medidas a favor del mercado. La regulación de los mercados -ese objetivo tan propio de la tradición socialdemócrata- no es una estrategia para anularlos, sino para hacerlos reales y efectivos, es decir, para ponerlos al servicio del bien público y la lucha contra las desigualdades.
Hoy día la gobernanza justa de los mercados tiene muy poco que ver con el clásico compromiso socialdemócrata que exigía una fuerte intervención estatal. Insistir en esa estrategia equivaldría a olvidar que muchas veces la regulación excesiva, la protección de ciertos privilegios, un sector público que no beneficia a los más pobres, sino a los mejor situados, todo esto no es solamente ineficaz, sino socialmente injusto. Porque no cualquier incremento de las obligaciones sociales conduce a eliminar las desigualdades; con demasiada frecuencia, el Estado benevolente ha producido nuevas injusticias, en la medida en que ha favorecido a quienes no lo necesitaban y ha excluido sistemáticamente a otros.
En ocasiones, garantizar a toda costa el empleo es un valor que debe ser contrapesado con los costes que esta protección representa respecto de aquellos a los que esa protección impide entrar en el mercado de trabajo, creando así una nueva desigualdad. Enmascarada tras la defensa de las conquistas sociales, la crítica social puede ser conservadora y desigualitaria, lo que explica que la izquierda está actualmente muy identificada con la conservación de un estatus.
¿Cómo se traduce todo esto en la crisis económica actual? El principal fallo de la política hasta ahora ha sido olvidar su responsabilidad en materia de riesgos sistémicos. El sistema político, absorbido por los riesgos sociales más inmediatos, ha incumplido sus responsabilidades en materia de supervisión y prevención de riesgos sistémicos.
Probablemente estemos saliendo de la era del Estado de bienestar entendido como aquel Estado cuya única fuente de legitimidad era la redistribución y entramos en otra nueva en la que tan importante al menos es la prevención de riesgos sistémicos. La crisis nos está haciendo descubrir que la protección contra los riesgos sistémicos es tan decisiva como la lucha contra las desigualdades sociales y que esto solo es posible si se cumplen aquellos deberes.
Este sería el primer desafío de la nueva agenda socialdemócrata: los contratos sociales que tenemos que renovar no nos vinculan solamente a nosotros (a los de aquí, a nuestra generación, a los funcionarios, a los asalariados en general), sino a otros que están medio ausentes (a los de cualquier país de la zona euro, a los jóvenes que todavía no han podido trabajar, a nuestros hijos, a las generaciones futuras).
El problema es cómo pensar la redistribución cuando, por decirlo gráficamente, lo que chocan son los derechos de los que están dentro con los derechos de los que están fuera. Lo que debería importarnos sobre todo es que no vivamos a costa de los pensionistas futuros y de los futuros trabajadores, es decir, que nuestros acuerdos de redistribución no se llevan a cabo contra los intereses de los ausentes.
La principal consecuencia social de la crisis económica, la exigencia colectiva que más imperiosamente se nos plantea apunta en la dirección de una profunda revisión de nuestro modelo de crecimiento económico, cuya fijación en la inmediatez del corto plazo se ha revelado como la causa de su insostenibilidad. En este sentido, es muy lógico que la salida de la crisis esté vinculada con los imperativos ecológicos, con la necesidad de pensar de otra manera el progreso y el crecimiento, es decir, la economía en su conjunto. La confluencia entre economía y ecología no es casual; nos indica que tendríamos que abordar la economía con una serie de criterios que hemos aprendido en la gestión de las crisis ecológicas. Si hemos conseguido pensar sistémicamente tratándose de cuestiones que tienen que ver con el medio ambiente, ese es el aprendizaje que tenemos que realizar las sociedades en el manejo de los asuntos económicos.
Lo que propongo es que la renovación de la agenda socialdemócrata surja de esa combinación entre liberalismo (eliminación de las dominaciones en el mercado), socialismo (preocupación por la igualdad) y ecologismo (perspectiva sistémica y de sostenibilidad).
La confrontación entre la izquierda y la derecha no enfrenta ahora a los partidarios del Estado contra los del mercado, sino a quienes tienen más que perder con el fracaso del mercado frente a quienes pueden sobrevivir mejor cuando los mercados no aseguran la igualdad (porque tienen más recursos o porque se saben beneficiarios de una estructura política de privilegios). El mercado es, se mire por donde se mire, un invento de la izquierda.