El País, 23/05/2013
Vivimos con la sensación de ser gobernados por otros. Poderosas presiones exteriores —desde la dudosa autoridad de los mercados hasta el creciente intrusismo de la llamada comunidad internacional, pasando por los actuales desequilibrios de la Unión Europea que han instaurado una hegemonía alemana o el simple hecho de la afectación, el contagio y la mutua exposición que forman parte de nuestra condición global— parecen convertir el ideal de autogobierno democrático en una promesa que las actuales condiciones no permiten cumplir.
El mundo de Westfalia (los estados autosuficientes, la soberanía de los electores) ha sido útil para la construcción de una legitimidad democrática que distinguía con claridad entre lo interior y lo exterior, entre las libres decisiones propias y las ilegítimas injerencias externas, pero en un mundo interdependiente —más aún en la Europa integrada—sólo se pueden mantener estas categorías políticas básicas si aciertan a transformarse profundamente.
Esta nueva constelación obedece a procesos de alcance global y a la propia dinámica de la integración europea, fenómenos ambos que responden a la creciente interdependencia entre las sociedades y a la necesidad de gobernar de algún modo estas realidades. En el plano global se va configurando una opinión pública mundial más vigilante y una comunidad internacional más intrusiva, con errores por exceso (como la invasión de Irak en 2003) o por defecto (las dudas frente a Siria en estos momentos, por ejemplo). En lo que se refiere a la Unión Europea, basta un examen del vocabulario dominante para entender que la autodeterminación en el formato habitual es una cosa del pasado: no hacemos otra cosa que hablar de supervisión, coordinación, armonizaciones, riesgos compartidos, intervención, exigencias, vigilancia, pactos vinculantes, créditos, regulación, salvamentos, disciplina, sanciones…
¿Cómo podemos calificar este nuevo escenario? De entrada, deberíamos evitar la generalización y valorar toda injerencia como algo negativo y democráticamente inaceptable. Se trata de un fenómeno ambivalente, positivo en unos casos y negativo en otros, como casi todo lo humano. El modo como se impone la austeridad en Europa es un ejemplo de erosión de nuestra comunidad democrática, mientras que la actual vigilancia democrática sobre Hungría constituye un deber para salvaguardar los valores de la Unión Europea.
Comencemos por lo positivo. La idea de que hay deberes entre las naciones es un hecho y, al mismo tiempo, un valor del que se deducen no pocas instituciones, reglas comunes y derecho vinculante. La realidad de nuestros destinos compartidos nos ha situado frente a nuevas responsabilidades. En la medida en que se intensifica la interdependencia los deberes de justicia dejan de estar circunscritos al marco único del estado nacional.
Esta emergencia de nuevos deberes es especialmente intensa en la Unión Europa, cuyos miembros tienen cada vez menos “asuntos interiores”. Los estados miembros deben abrir sus democracias a los ciudadanos y los intereses de otros estados miembros. La soberanía, que en su momento fue un medio de configuración de sociedades democráticas, actualmente sólo transformada y compartida sirve para encontrar ámbitos de decisión que aúnen eficacia y legitimidad democrática. En un mundo interdependiente hemos de pasar de una soberanía como control a una soberanía como responsabilidad. Con todas las garantías que sean necesarias, el mismo argumento que se ha desarrollado para legitimar la protección de las poblaciones frente a la violencia, debe avanzar también cuando se trata de riesgos económicos que pueden tener consecuencias catastróficas sobre las personas.
La otra cara de la moneda de esta nueva intromisión es que no la hemos situado todavía en un contexto de justa reciprocidad. De ahí que haya mucha asimetría, presión, discrecionalidad sin reglas o simple amenaza. El problema que esto plantea es cómo superar la escasa consideración que prestan los estados miembros al impacto que sus decisiones tienen sobre los demás, que para respetar la democracia de unos (el respeto, pongamos, al electorado alemán), se desentiendan irresponsablemente de lo que podríamos llamar “daños colaterales de la propia democracia”.
Ser responsable únicamente respecto del propio electorado puede ser una forma de irresponsabilidad cuando se dañan intereses de otros que de algún modo forman parte de los nuestros. ¿Actúa conforme a los principios democráticos Angela Merkel cuando pretende asegurarse la reelección a costa de graves daños sociales en los países con los que comparte un proyecto de integración y una larga trayectoria de cooperación. Del mismo modo que ciertas empresas externalizan parte de su trabajo en otros lugares del mundo con salarios mínimos y escasos derechos (de lo que acaba de ser una trágica ilustración el accidente de una fábrica textil en Bangladesh), tampoco es justo que Alemania asegure su estado del bienestar imponiendo cargas que erosionan el contrato social en otras democracias europeas.
Así pues, el mutuo condicionamiento, el “gobierno de los otros”, es un hecho que plantea oportunidades de democratización pero también amenazas desde el punto de vista de la justicia. ¿Cuáles son las condiciones para que lo inevitable sea además justo? Fundamentalmente se trata de introducir criterios de reciprocidad en unas relaciones que actualmente están regidas por la asimetría y la unilateralidad. El nuevo lenguaje de la interdependencia, especialmente en el seno de la Unión Europea, debería estar articulado por conceptos como deliberación, equilibrio, mutualización, solidaridad, autolimitaciones, confianza, compromisos, responsabilidad… En este sentido, por ejemplo, tiene plena lógica la reivindicación de los países de la periferia europea de que las exigencias de austeridad hacia ellos dirigidas se vean equilibradas por el impulso de Alemania a su demanda interna, de que la responsabilidad vaya de la mano de la solidaridad.
La democracia implica una cierta identidad de los que deciden y los que son afectados por esas decisiones. Respetar este criterio significa que son inaceptables los efectos de las decisiones de otras naciones si no hemos tenido la oportunidad de hacer valer nuestros asuntos en “su” proceso de decisión y si no hemos estado dispuestos, recíprocamente, a tomar en consideración a otras ciudadanías en nuestras decisiones. Todos estamos obligados a redefinir los propios intereses incluyendo en ellos de alguna manera los de nuestros vecinos, especialmente cuando nos vincula con ellos no sólo la cercanía física o la interdependencia general, sino la comunidad institucional, como es el caso de la Unión Europea. Precisamente el fracaso de la Unión a la hora de solucionar la actual crisis económica se debe al desfase entre los instrumentos políticos y la naturaleza de los problemas, a que los estados han sido incapaces de internalizar las consecuencias de la interdependencia, continúan imponiéndose externalidades unos a otros y son incapaces de regular las formas transnacionales de poder que se escapan de su control.
Se acabaron los espacios delimitados de la soberanía: tenemos que irnos acostumbrando a que nos digan lo que tenemos que hacer, lo que únicamente resulta soportable si también nosotros podemos intervenir en las decisiones de los otros. Una cosa es que esas intervenciones hayan de estar justificadas y equilibradas por una lógica de reciprocidad y otra que podamos volver a una relación de sujetos soberanos.
¿Por qué tenemos que pagar las consecuencias del despilfarro de nuestros vecinos? ¿Qué derecho tienen otros a decirnos lo que hemos de hacer? Dos preguntas que sintetizan nuestra actual desorientación porque la distinción entre nosotros y ellos ha dejado de ser evidente y operativa cuando nos beneficiamos y nos perjudicamos continuamente unos a otros. Deberíamos aprovechar esta constelación para dar una forma democrática y justa a tales interdependencias, lo que podría quedar formulado en un nuevo derecho a la autodeterminación transnacional en el que el “nosotros” que se gobierna incluya de alguna manera a otros.