Artículo publicado en El Diario Vasco/El Correo, 03/10/2011
Ahora que parece haberse puesto de moda exhortar a otros a hacer algo en política, propondría un eslogan alternativo: ¡Comprended! Comprensión en el sentido de hacerse cargo de la complejidad del mundo y ser comprensivo con estas dificultades.
Desde los más escépticos hasta los más entusiastas, tanto quienes están indignados como aquellos que no saben quién es el culpable de su incertidumbre, todos comparten la impresión de que algo serio le está pasando a nuestro sistema político. No es que los tiempos precedentes hayan sido especialmente placidos desde el punto de vista político. Seguramente hubo más guerras y conflictos, las instituciones políticas eran más deficientes y las cosas no daban para esperar demasiado de la política. Pero tal vez las orientaciones básicas estaban más claras: los marcos y las reglas del juego, el estado nacional como gran instrumento de dirección del cambio social, hasta los amigos y los enemigos eran más identificables que ahora, en la época de la violencia difusa, las amenazas comunes y la imperiosa necesidad de cooperar.
A mayor incertidumbre, aumenta la carga emocional. El paisaje político se ha teñido últimamente de tonos sentimentales negativos: desconfianza, indignación, miedo, inseguridad, desesperanza. No es una profecía demasiado audaz aventurar que los años venideros van a estar caracterizados por la decepción. Viene una época de desilusión democrática. El fantasma que actualmente recorre Europa es la decepción; la democracia no es lo que habíamos imaginado, la participación es escasa, nuestra opinión no es suficientemente tenida en cuenta, siempre nos gobiernan otros (incluso cuando los nuestros gobiernan se transforman en otros). Como todo desengaño, éste puede hacernos más cínicos y menos ilusos, pero también puede ser el origen de aprendizajes colectivos e innovaciones políticas que no hubiéramos realizado en tiempos de menor agitación.
La decepción es lógica no tanto porque lo estemos haciendo mal, como por el hecho de que la realidad se mueve más rápidamente que nuestros conceptos y procedimientos de gobierno. Lo que le pasa a Leviatán es que está más desconcertado que nunca, frente a un sistema económico que parece ingobernable, ante desafíos que exceden su ámbito de eficacia y legitimidad, acostumbrado a un estilo en el tratamiento de los problemas que no se caracteriza por la modestia y la disposición a aprender. El poder político ha sido muchas veces excesivo, arbitrario e incluso despótico, pero ahora se estrena en una situación de debilidad y desconcierto a la que no estaba acostumbrado.
Todo esto coincide en el tiempo con la constitución de unas sociedades del conocimiento, que son cualquier cosa menos una masa informe de ciudadanos incompetentes, que disponen además de unos conocimientos y unas tecnologías que han potenciado enormemente su capacidad de vigilar y controlar.
Tampoco es que los ciudadanos sepan plenamente lo que quieren y se limiten a exigirlo. El desconcierto no podía acosar al poderoso y dejar tranquilo al pueblo, como si este gozara el privilegio de ser depositario de unas certezas que las élites han perdido. No está asegurado que una mayor competencia tecnológica nos haga necesariamente más críticos porque también podría llevarnos a una mayor docilidad. De hecho, esa ciudadanía dirige al poder unas exigencias que son a veces difíciles de conciliar; queremos que Leviatán cumpla su promesa de proteger pero que nos deje en paz, reclamamos liderazgo pero rechazamos el estilo autoritario, la desafección no nos ha llevado a rebajar ni nuestras exigencias ni nuestras expectativas respecto de la política, reivindicamos la atención a nuestros intereses más inmediatos y sectoriales a la vez que le adjudicamos al sistema político una responsabilidad en relación con el largo plazo o los intereses generales de la sociedad en su conjunto.
Como es propio de toda situación crítica, de cambio o al menos de agitación, hay un elemento de ambivalencia que dificulta la tarea de los futurólogos. ¿Estamos a las puertas de una radicalización democrática o en la antesala de nuevos populismos? ¿Debemos esperar de las redes sociales la utopía de un mundo sin autoridad o haríamos mejor en entender y protegernos frente a las nuevas distribuciones del poder? ¿Desestabilizará esto nuestros sistemas políticos o contribuirá a mejorarlos ? Mientras resolvemos esos interrogantes, tal vez haríamos bien en abandonar la retórica de los grandes cambios que acontecen porque se hubieran desatado ciertas fuerzas imparables y sustituirla por la indagación de las posibilidades de aprendizaje colectivo que todo esto nos ofrece.
Ahora que parecen haberse puesto de moda los escritos que exhortan a otros a hacer algo en política -a indignarse o comprometerse- yo propondría -pese a que casi nunca he sabido lo que deben hacer los demás- un eslogan alternativo: ¡Comprended! Tomo la palabra comprensión en el doble sentido de, por un lado, hacerse cargo de la complejidad del mundo y las constricciones que nos impone nuestra condición política y, por otro lado, ser comprensivo con estas dificultades. Toda crítica que no parta de ambas actitudes -respeto a la dificultad de la política y benevolencia hacia los que se dedican a ella- no será todo lo radical que podría ser para impugnar con buenas razones sus evidentes deficiencias.