El País, 30/11/2010
En virtud del cambio climático hemos perdido a la meteorología como tema neutral de conversación, una referencia objetiva independiente de nuestro comportamiento, gracias a la cual era posible hablar de algo que nos afectaba pero de lo que nadie era culpable, tan interesante como políticamente aséptico. Todo lo que situamos en el espacio neutro de la fatalidad es un tema formidable para las conversaciones intrascendentes, en las que buscamos un espacio de interés común y, sobre todo, no molestar.
Pero el clima ya no es lo que era. Con el cambio climático la meteorología ha dejado de ser algo inevitable; se puede estar más o menos en contra de él, maldecir a los culpables, lamentar nuestra incapacidad para hacer algo e incluso provocar negando las evidencias, por lo que no sirve para generar un consenso banal. Esto no quiere decir que el clima sea una mera construcción humana ni que podamos hacer con él absolutamente lo que queramos; significa que a partir de ahora se constituye como un ámbito de responsabilidad (y, por tanto, inevitablemente controvertido). Uno está tentado de sentenciar que el avance de la civilización consiste precisamente en que cada vez hay menos cosas fatales e indiscutibles y aumentan las que caen bajo nuestra responsabilidad.
Si el tema no vale ya para generar consensos triviales es debido a su gravedad y complejidad. Hoy el clima es pura política, tal vez el asunto más grave y apasionadamente político de nuestra agenda. De aquí al 2020 —un breve periodo de tiempo, apenas dos o tres legislaturas— pueden decidirse las condiciones de vida de las próximas generaciones. El cambio climático es sin ningún género de dudas el mayor problema de acción colectiva al que el mundo se ha tenido que enfrentar. Por eso se ha podido hablar de una “tragedy of commons” (Garret) y informe Stern calificaba el cambio climático como “el mayor fracaso del mercado”.
El núcleo de la dificultad se podría resumir en la ideaa de que hemos confiado las soluciones a los mercados y hemos avanzado muy poco en la construcción de acuerdos políticos. ¿Por qué resulta tan necesario avanzar en acuerdos de naturaleza política para enfrentarse a la cuestión del cambio climático? ¿No tenemos ya una serie de procedimientos que han permitido realizar ciertos avances? Efectivamente hay soluciones de mercado como el comercio de emisiones o la implementación conjunta gracias a las cuales se han obtenido resultados parciales y también es cierto que no se avanzará si se adoptan decisiones contra el mercado. Pero el problema es que hay una dimensión del asunto que el mercado no puede resolver. Los instrumentos del mercado no son apropiados para anticipar los costes medioambientales en el largo plazo. Los costes económicos del cambio climático solo son predecibles en una valoración muy aproximada. Especialmente los acontecimientos futuros inciertos no se pueden traducir en valoraciones de costes precisas. Esto desmotiva a los actores económicos a tomar en cuenta esas previsiones y dificulta el trabajo de las instituciones políticas a la hora de establecer una regulación que pueda ser aceptada por todos.
Es difícil que las negociaciones culminen con un acuerdo a la altura de los desafíos actuales porque somos tributarios de una idea del cambio de los comportamientos mediante la incitación económica. Pero el problema es que el razonamiento económico favorece las actitudes de los llamados «pasajeros clandestinos»: se supone que todos comparten los esfuerzos pero el ganador será quien haga menos. Los bienes públicos globales, más que cualquier otro, sufren de lo que se ha venido en llamar «free riding». El fracaso de los permisos de emisión negociables es una prueba inquietante de ello. La buena voluntad de los estados no basta para poner en marcha un sistema de coacciones que se imponga a todos.
Una de las consecuencias de la ideología neoliberal ha sido la de limitar el campo de las opciones políticas posibles, reduciendo la economía del medio ambiente casi exclusivamente a “soluciones de acuerdo con el mercado”, a la innovación tecnológica y a la eficiencia energética. Los límites de este procedimiento tienen que ver con la idea de que los derechos de emisión confieran al emisor precisamente eso, un “derecho” de seguir con sus prácticas dañinas para el medio ambiente en lugar de promover acuerdos políticos más exigentes, impulsar la transformación del estilo de vida y los hábitos de consumo. No deja de resultar paradójico que se le encargue resolver el problema a las mismas fuerzas del mercado que son responsables de él.
Cuestiones como la del cambio climático deben ser analizadas a la luz de otro marco conceptual y gestionadas con una lógica diferente. Se trata de un bien público de los que calificamos como externos al mercado. Se habla de bienes externos cuando el consumo o la producción de un bien afecta a otro sin que esto sea percibido por el mercado. En tanto que bien público, el clima tiene la propiedad de la no rivalidad (todo el mundo se beneficia de un clima estable), pero no es tan evidente su no exclusividad (se pueden beneficiar quienes no hacen nada por él) y en esa medida no hay ningún aliciente en el mercado para perseguirlo. Todo lo más que tenemos es la débil garantía de que el cambio climático es percibido como un peligro real para el equilibrio a largo plazo de las economías y las sociedades. Ahora bien, esta advertencia sólo se puede realizar y gestionar con una lógica política, concretamente desde una política en la que se ha introducido la perspectiva del largo plazo. Por eso el clima es un bien que no se puede abandonar al mercado y que requiere gobernanza global.
Con la crisis económica este requisito es más evidente. Hace falta más política que mercado y una política menos soberanista. El mundo en el que podían tener algún sentido las prácticas de la soberanía ha cambiado radicalmente en unas pocas décadas. Enfrentarse eficazmente al cambio climático nos exige ir hacia un mundo más cooperativo. Necesitamos una solución cooperativa, que sea científicamente sólida, económicamente racional y políticamente pragmática.
Quién sabe si la política del cambio climático, además de enriquecer nuestras conversaciones cotidianas, puede contribuir a que llevemos a cabo una renovación de la política que sabíamos necesaria pero que ninguna fuerza irresistible nos obligaba a acometer.