El Correo, 01/11/2015
Los seres humanos tenemos una enorme capacidad de engañarnos a nosotros mismos. Tal vez nadie lo haya descrito mejor que Freud al analizar el chiste del caldero prestado. Alguien le reclama a otro una indemnización porque el caldero que le había prestado tenía un agujero y este le contesta: en primer lugar, tu no me has prestado ningún caldero; en segundo lugar, el caldero ya estaba agujereado; y en tercer lugar, yo te he devuelto el caldero completamente intacto. Freud cuenta este chiste para explicar la naturaleza del humor, pero también podría servir para entender lo ridículo y lo grotesco, e incluso lo trágico porque la operación de engañar a otros termina mucha veces en el auto-engaño y a veces en la incapacidad para distinguir nuestros deseos de la realidad hasta el punto de impedir que la realidad nos desmienta y nos enseñe, antesala de la locura.
Las personas y las organizaciones no podían vivir sin un sistema inmunológico, pero menos aún si no se defienden del poder de ese sistema. Es necesario protegerse, por supuesto, pero también aprender, y esto no es posible sin desprotegerse y adentrarse con pocas defensas en el espacio abierto de la confrontación, con los otros y con la realidad. Edgar Morin publicó un libro muy valiente en 1959 titulado Autocritique en el que testimoniaba los múltiples errores de su compromiso intelectual y político con el estalinismo. En el prefacio a su más reciente edición (2012) consideraba que la capacidad de autocrítica es el mejor bien intelectual que poseemos. Para la lucha que hemos de mantener contra las posibilidades de auto-intoxicación recomendaba prescindir de los insultos, reconocer las ambivalencias y las complejidades, y ser conscientes de que las ideas enemigas tienen una parte de verdad.
Cuando se ha vivido en una sociedad herida por la violencia, además de muchas vidas humanas hemos perdido buena parte de la capacidad de examinarnos a nosotros mismos. En esta revisión crítica del pasado seguramente no todos tenemos que hacer el mismo recorrido, para unos más largo que otros, porque no es lo mismo la complicidad que la indiferencia, no es lo mismo aprobar e instigar que desatender, pero todos tenemos que llegar al mismo destino: una cultura política presidida por el respeto a la dignidad inviolable de las personas y, por consiguiente, que consagre el rechazo hacia la violencia contra ellas. Pero el principio de que la violencia está mal requiere la convicción de que también estuvo mal. No es el momento histórico el que las hace malas, ni el sujeto que las lleva a cabo, sino el acto mismo. Quien no sea capaz de examinar la violencia con esta universalidad crítica no terminará de acreditarse como un actor inteligente, legítimo y merecedor de confianza.
El principio de autocrítica es fácilmente aceptable en la teoría, pero más difícil cuando parece procurarnos alguna desventaja en la práctica donde el combate político continúa. Hay diversos procedimientos para rehuirla. El primero es aplicérsela a los demás. Todos recordaremos aquellos años en que la aplicación de la auto-crítica a otros era la causa de que los más enardecidos excluyeran a los disconformes apelando a ciertos principios incuestionables. Como te descuidaras un poc, te hacían una auto-crítica y te quedabas fuera de juego. Este era el procedimiento que dio lugar a la peculiar fragmentación política en la que se multiplicaban grupúsculos que se calificaban como más auténticos, desde la Falange hasta la extrema izquierda.
La otra resistencia contra el ejercicio de la autocrítica es más cobarde que agresiva y consiste en pensar que la autocrítica está bien, pero que hemos de hacerla todos a la vez o, más exactamente, yo no la haré mientras no la hagan todos. Por supuesto que todos hemos hecho cosas mal, pero no estará uno tan convencido de los errores propios cuando quiere quiere compensar su maldad o torpeza con las de los demás. Si algo estuvo mal no deja de serlo porque otros reconozcan errores semejantes, ni tendría por qué esperar que la autocrítica de otros le proporcione un espacio de justificación.
En última instancia nos queda por responder para qué sirve todo esto y qué sentido puede tener la autocrítica sincera, completa e independiente de lo que hagan los demás. A esta pregunta solo sabría responder de la siguiente manera: porque quien hace auto-crítica mejora sus relaciones con la propia conciencia, con los demás agentes políticos con los que puede así generar una mayor confianza pero, sobre todo, con la realidad. Porque sin una buena relación con la realidad uno se vuelve poco razonable y termina sin saber qué hacer con el caldero agujereado.