Artículo publicado en El País, 28/02/2014
La narrativa dominante asegura que vivimos en una época postdemocrática. Esta denuncia se declina de diversas maneras: como primacía de los ejecutivos frente a los parlamentos, como distanciamiento de las élites respecto de los gobernados, como desplazamiento de los partidos hacia un centro que hace imposible las alternativas, como desconsideración de lo que realmente quiere la sociedad… Yo no lo veo así, ya lo siento. ¿No será que tenemos, más bien, una democracia abierta y una política endeble? La democracia es un espacio abierto donde, en principio, cualquiera puede hacer valer su opinión, que posibilita mil formas de presión, e incluso tenemos la posibilidad de echar a los gobiernos. Esto funciona relativamente bien. En nuestras sociedades democráticas no faltan espacios abiertos de influencia y movilización, redes sociales, movimientos de protesta, manifestaciones, posibilidades de intervención y bloqueo.
Lo que no va tan bien es la política, es decir, la posibilidad de convertir esa amalgama plural de fuerzas en proyectos y transformaciones políticas, dar cauce y coherencia política a esas expresiones populares y configurar el espacio público de calidad donde todo ello se discuta, pondere y sintetice. Algo tiene que ver con esto el hecho de que para quienes actúan políticamente cada vez sea más difícil formular agendas alternativas. Estamos en una era postpolítica, de democracia sin política. Tenemos una sociedad irritada y un sistema político agitado, cuya interacción apenas produce nada nuevo, como tendríamos derecho a esperar dada la naturaleza de los problemas con los que tenemos que enfrentarnos.
Dicen los expertos que el retroceso de la participación electoral no viene acompañado por una falta de interés hacia el espacio público. La ciudadanía huye de las formas clásicas de organización, lo que es compatible con crecientes modalidades de compromiso individual, un activismo que no está ideológicamente articulado en un marco ideológico que le proporcione coherencia y totalidad, como podía ser el caso de las tradicionales ideologías omnicomprensivas.
El espacio digital ha abierto nuevas posibilidades de activismo político. Plataformas de movilización en torno a causas concretas –como Change o Avaaz- permiten ejercer un “clicktivism” concreto a favor de buenas causas que contrasta con las adscripciones ideológicas abstractas, objeto de una general incredulidad. Para amplios sectores de la población la realidad representada por los partidos jerárquicos ya no resulta atractiva, mientras que la cultura virtual de la red les permite articular cómodamente sus disposiciones políticas fluidas e intermitentes, e incluso situarse of line en cualquier momento.
No faltan tampoco ejemplos de activismo y “soberanía negativa” en el espacio físico, ahora también vinculados a la movilización digital: manifestaciones y performances que obtuvieron una cierta celebridad, como los foros alternativos con motivo de las cumbres mundiales, Occupy Wall Street, todo el movimiento en torno al 15 M, las plataformas contra los deshaucios, la paralización de la privatización de la sanidad en Madrid, la intervención de las acusaciones particulares en los procesos judiciales, la resistencia exitosa contra ciertas obras públicas e infraestructuras: desde Burgos hasta Stuttgart pasando por Nantes…
No pongo en cuestión la bondad de estas actuaciones de resistencia cívica o campañas on line; me limito a señalar que al no inscribirse en ningún marco político que les de coherencia, pueden dar a entender que la buena política es una mera adición de conquistas sociales. No funciona la articulación de las demandas sociales en programas coherentes que compitan en una esfera pública de calidad; en definitiva, falla la construcción política e institucional de la democracia más allá de la emoción del momento, de la presión inmediata y la atención mediática.
A quien reivindica algo que le parece justo no tenemos por qué exigirle que lo acompañe de un programa político completo y una memoria económica, por supuesto. Pero el espacio público no se reduce a la mera agregación apolítica de preferencias incoherentes, agrupadas como si no hubiera ninguna prioridad entre ellas e incluso ciertas incompatibilidades. Alguien se debería ocupar de ordenar esas reivindicaciones con criterios políticos y gestionar democráticamente su posible incompatibilidad. Pero, ¿hay alguien ahí? Si la política (y los tan denostados partidos) sirve para algo es precisamente para integrar con una cierta coherencia y autorización democrática las múltiples demandas que surgen continuamente en el espacio de una sociedad abierta. Se bloquea la construcción de infraestruturas, que seguramente no deberían hacerse, o no de ese modo, pero seguimos sin saber qué debería hacerse en materia de infraestructuras; detenemos los desahucios –porque podíamos y debíamos hacerlo- pero eso no sirve sin más para incentivar el crédito y hacer una política de viviendo más justa; podemos parar la privatización de los hospitales públicos, pero eso no determina qué tipo de política sanitaria debe hacerse. La política cuya presencia echo en falta es la que comienza cuando se terminan las buenas razones de la sociedad, donde se acaba la tarea del soberano negativo y comienza la responsabilidad del soberano positivo.
Al hecho de que las demandas sociales estén desarticuladas se añade la circunstancia de que tales reivindicaciones son plurales, lógicamente, y en ocasiones incompatibles o contradictorias: unos quieren más impuestos y otros menos, unos software libre y otros protección de la intimidad y la propiedad, a unos les preocupa que haya menos libertades y a otros que haya demasiados emigrantes… Sin una valoración política es difícil saber cuándo se trata del bloqueo de reformas necesarias o de una protesta frente al abuso de los representantes. La protesta contra ciertas infraestructuras puede estar motivada por razones ecológicas, pero también por otras menos confesables como el célebre “Not In My Back Yard” (no en mi patio trasero) o por sentimientos xenófobos si lo que se va a construir es una mezquita. En cualquier caso, a quienes tienden a celebrar la espontaneidad social conviene recordarles que la sociedad no es el reino de las buenas intenciones. La legitimidad de la sociedad para criticar a sus representantes no quiere decir que quienes critican o protestan tengan necesariamente razón. El estatus de indignado, crítico o víctima no le convierte a uno en políticamente infalible.
Existe además otro fenómeno de resistencia social antipolítica que merecería una especial atención. Me refiero al hecho de que alrededor o en los extremos de los partidos se han configurado “tea parties” que se erigen como protectores de los valores, representantes de las víctimas, portavoces de la multitud o de alguna revolución pendiente. Desde estas trincheras apolíticas parecen dominarse las cosas con una claridad de la que no disponen quienes tratan habitualmente con el principio de realidad. La ira de esos grupos no se dirige tanto a los adversarios como a los propios cuando amagan con rebajar el nivel de lo políticamente innegociable. Extienden una mentalidad antipolítica porque no han entendido que la política comporta siempre ciertos compromisos y concesiones. Los sectores duros de los partidos marcan el paso de una manera que probablemente no les corresponde con criterios de representatividad y dificultan ciertas reformas para las que se requiere el acuerdo político con los adversarios.
Dicen las encuestas que la política se ha convertido en uno de nuestros principales problemas y yo me pregunto, para terminar, si en esta opinión se expresa una nostalgia por la política desaparecida, una crítica ante su mediocridad o más bien un desprecio antipolítico hacia algo cuya lógica no se acaba de entender. En cualquier caso, los ciudadanos tendríamos más autoridad con nuestras críticas si pusiéramos el mismo empeño en formarnos y comprometernos. Y tal vez entonces caigamos en la cuenta de que nos encontramos en la paradoja de que nadie confía a la política lo que solo la política podría resolver.