Artículo publicado en El País, 5/05/2012
Supongamos, aunque sea mucho suponer, que las naciones son democráticas o que, al menos, sabemos cómo se crean y desarrollan instituciones democráticas en el marco del Estado nacional. ¿Qué pasa entonces cuando hablamos de instituciones más allá de las naciones, como la Unión Europea o de las instituciones propiamente internacionales? En esos ámbitos, ¿es posible y deseable que las decisiones se tomen democráticamente o estamos obligados a rendirnos a la imposibilidad de semejante tarea?
Tenemos aquí un problema, tal vez el más grave al que se enfrenta actualmente la organización política de la humanidad. La globalización está despolitizada, discurre sin dirección o con una dirección no democrática, impulsada por procesos ingobernables o con autoridades no justificadas. Numerosas materias de decisión se están desacoplando del espacio de la responsabilidad estatal y democrática, lo que plantea dificultades de legitimidad y aceptación. Cada vez hay más políticas intrusivas que la opinión pública tiene dificultades para entender y aceptar (desde las intervenciones militares derivadas de la responsabilidad de proteger a las poblaciones hasta el control sobre las economías de otros países con los que se comparte un destino común). ¿Cómo se justifican democráticamente las presiones de los mercados especulativos, las prohibiciones para que ciertos países desarrollen determinados armamentos o las exigencias europeas de austeridad presupuestaria? ¿Quién tiene derecho a decir a Grecia, a Siria o a Irán lo que tienen que hacer?
El problema se agrava a medida que adquieren una creciente importancia instituciones que corresponden escasamente a nuestros criterios de legitimación democrática. Las instituciones internacionales resultan fundamentales para la solución de ciertos problemas políticos pero son estructuralmente no democráticas si aplicamos los criterios por los que medimos la calidad democrática de un Estado nacional. Este conjunto de circunstancias despierta de entrada una lógica insatisfacción, como se comprueba en el alto índice de desafección hacia la política, las protestas locales y globales, una desesperanza en relación con la capacidad de esta para ejercer sus autorizadas capacidades de gobierno en las actuales circunstancias y, más concretamente, un falta de identificación respecto de las instituciones internacionales y la Unión Europea, que son especialmente vulnerables frente al populismo.
Estando así las cosas, a nadie puede sorprenderle que se debilite la identificación con el proceso de integración europea, al que se acusa de incumplir las exigencias democráticas que, por lo visto, satisfacen perfectamente sus Estados miembros. A derecha e izquierda hay un movimiento general de retorno al espacio seguro, sea en clave de identidad nacional o de protección social. Según la sensibilidad ideológica que se tenga, a uno le preocupará más una cosa u otra, pero en cualquier caso parece imponerse un retorno de las viejas referencias y un rechazo general hacia cualquier forma de experimentación política.
Este movimiento de regresión hacia lo conocido cristalizó en aquella sentencia del Tribunal Constitucional alemán sobre el Tratado de Lisboa en 2009 que tomaba la democracia nacional como modelo para valorar la legitimidad de la Unión Europea, como si no apreciara la novedad institucional que la Unión representa. Exigía el control democrático del poder sin tomar en cuenta la otra cara de la moneda: la realización y salvaguarda de la democracia requiere hoy instituciones capaces de actuar más allá del Estado nacional. Y el Tribunal lo hacía además reclamando un control de las instancias europeas por organismos alemanes que si fuera ejercido también por otros Estados miembros bloquearía las decisiones a nivel europeo.
Desde una posición inequívocamente federal pero con unos efectos que justifican el retorno al ámbito nacional, Jürgen Habermas escribió un artículo en los principales periódicos europeos en octubre del año pasado en el que acuñaba el término “Europa postdemocrática” para referirse a la actual situación de la Unión, monopolizada a su juicio por las élites y los imperativos de los mercados sin legitimación democrática. La proliferación de gobiernos “técnicos” o de políticas que se justifican por criterios de técnica contable más que por aceptación democrática explícita parecía corroborar dicha acusación. El esquema de Habermas es muy socorrido: élites opacas contra pueblos demócratas, sistema contra mundo de la vida. Como si los ciudadanos supiéramos perfectamente lo que debe hacerse y de qué modo, mientras que nuestros políticos ni saben ni pueden.
¿Tiene este dilema una solución que no sea ni cínica ni populista? ¿Hay alguna vía intermedia entre la tecnocracia y la demagogia?
Es cierto que las justificaciones puramente funcionales, apolíticas de las instituciones internacionales y de la Unión Europea son insuficientes. No es aceptable que unas élites de unos pocos países, excluyendo a las opiniones públicas nacionales y globales, condicionen las políticas nacionales de otros países. Ahora bien, la incidencia de las decisiones políticas internacionales en los espacios domésticos no es siempre una intromisión injusta, sino una realidad cada vez más presente que requiere de legitimación. Si la democracia no pudiera ser más que popular y cercana, si fuera impensable más allá de los espacios y en los asuntos para los que la autodeterminación es posible y deseable, entonces ya podríamos despedirnos de aventuras por encima del Estado nacional y regresar —si esto fuera posible— a sociedades más simples y en espacios delimitados. Paradójicamente este abandono no contribuiría a que los problemas globales fueran resueltos con mejores criterios democráticos sino a que, simplemente, quedaran abandonados a su suerte, que es lo menos democrático que existe.
Pensemos en el ejemplo de la crisis que atraviesan actualmente las economías europeas. Tal vez estemos ante un problema formalmente similar al que se enfrentaba la comunidad internacional en el conflicto yugoslavo en los años 90: con un sistema de toma de decisiones obsoleto para resolver un problema urgente y con una soberanía democrática que es una disculpa similar al argumento de respeto a la soberanía que dificultaron dar una salida a aquel conflicto.
Tal y como están las cosas, no podemos avanzar en la necesaria federalización europea confiando en el sostén de unas poblaciones a las que no resulta inteligible la construcción europea, que han sido bombardeadas durante años con discursos proteccionistas y a las que ahora se alimenta con una imagen de Europa como un agente disciplinador al servicio de los mercados, sin recordar las responsabilidades que compartimos y las ventajas mutuas de las que somos beneficiarios. Nos resulta intelectual y políticamente muy cómoda la apelación al pueblo soberano o el recurso a la crítica de nuestros dirigentes. Le hace a uno sentirse moralmente intachable en compañía de la inocente multitud. Alguien debería recordarnos, no obstante, que no habría líderes populistas si no hubiera pueblos populistas.
En el fondo, el problema no es si en los ámbitos globales puede o no haber una democracia similar a la que se configura en los Estados nacionales, sino cómo superar la incongruencia entre los espacios sociales y los espacios políticos. Lo fundamental es que haya gobierno o gobernanza legítimos y no tanto que puedan o no extenderse globalmente los requisitos democráticos que sólo valen, estrictamente hablando, para los espacios delimitados. En este sentido, las instituciones internacionales (también la Unión Europea, que no es propiamente una organización internacional sino algo más intenso) posibilitan que la política recupere capacidad de actuación frente a los procesos económicos desnacionalizados.
Es un error considerar que el fortalecimiento de la Unión Europea y de las instituciones internacionales supone necesariamente una amenaza frente a la democracia. De lo que se trata es de entender el equilibrio entre los niveles nacionales, europeos e internacionales como un desafío para extender la democracia a procesos inéditos. Las interdependencias económicas y sociales (muy especialmente en Europa) hacen que las decisiones de unos tengan efectos sobre otros de manera que la mutualización de los riesgos e incluso la intervención de otros debería ser entendida en el contexto de la propia responsabilidad democrática. La soberanía, que en su momento fue un medio de configuración de sociedades democráticas, actualmente sólo transformada y compartida sirve para encontrar ámbitos de decisión que aúnen eficacia y legitimidad democrática.
Es indudable que existe un conflicto entre los principios normativos de la democracia y la efectividad de la política para resolver algunos problemas colectivos de singular envergadura. Pero las instituciones internacionales son parte de la solución, por difícil que esta sea, y no parte del problema. No todas las obligaciones que hemos ido asignando al Estado pueden actualmente llevarse a cabo en su seno y con los instrumentos de la soberanía estatal; cuanto antes lo reconozcamos, antes nos pondremos a pensar y trabajar en una nueva configuración política donde haya un equilibrio entre democracia, legitimidad y funcionalidad.