El Correo / Diario Vasco, 30/04/2017 (enlace)
Cada vez tenemos más la sensación de que en política cualquier cosa puede suceder, de que lo improbable y lo previsible ya no lo son tanto. Este tipo de sorpresas no serían tan dolorosas si no fuera porque ponen de manifiesto que no tenemos ningún control sobre el mundo, ni en términos de anticipación teórica ni en lo que se refiere a su configuración práctica.
Desde el Brexit hasta Trump, el 2016 fue un mal año para las previsiones. La mayoría de los expertos apostaban que la mayoría de los británicos votaría por la permanencia, que un candidato como Trump no sobreviviría a las primarias, que el populismo y la extrema derecha habían alcanzado su techo. El resultado es bien conocido: se impuso el Brexit, ganó Trump, Renzi perdió un importante referéndum constitucional (diseñado, como todos, para ganar), los austríacos estuvieron a punto de elegir a un presidente de extrema derecha, cuya versión alemana alcanzaba el catorce por ciento en las elecciones regionales. Hay otros ejemplos de democracias cada vez más frágiles, incluso dentro de la Unión Europea, como Hungría y Polonia, al tiempo que aumenta la relevancia geopolítica de la Rusia de Putin.
Estamos en una época cuya relación con el mañana alterna brutalmente entre lo previsible y lo imprevisible, donde se suceden las continuidades más insoportables (de la injusticia, el estancamiento económico y la irreformabilidad de las instituciones) con los accidentes (como resultados electorales que nadie había previsto o la escalada de ciertos conflictos). Hace no muchos años el debate era si los cambios se producían en nuestras sociedades mediante la revolución o la reforma. Actualmente el cambio no se produce ni por lo uno ni por lo otro, ese ya no es el debate, sino por un agravamiento catastrófico de factores en principio desconectados.
Lo que convierte a la política en algo tan inquietante es el hecho de que sea imprevisible cuál será la próxima sorpresa que la ciudadanía está preparando a sus políticos. Nadie sabe con seguridad cómo funciona esa relación entre ciudadanos y políticos, que se ha convertido en una auténtica “caja negra” de la democracia. Reina en todas partes una medida excesiva de azar y arbitrariedad.
¿Cómo hacer previsiones cuando no estamos en entornos de normalidad y nada se repite? La repetición de los procesos es uno de los procedimientos más importantes para determinar la fiabilidad de los conocimientos y las observaciones sobre la realidad. Ahora bien, la mayoría de los procesos democráticos del pasado reciente habrían dado un resultado completamente distinto si se hubieran podido repetir. Esto vale tanto para el Brexit como para las recientes elecciones americanas. Y, si sus respectivos partidos hubieran podido anticipar los resultados electorales, seguramente Cameron no habría convocado el referéndum europeo, y Fillon, Hilary Clinton, Hamon, Sánchez o Corbyn no volverían a ser candidatos.
Toda esta incertidumbre plantea especiales desafíos a las ciencias que se ocupan de la interpretación de los asuntos políticos. En primer lugar, requieren una reflexión acerca de la metodología de las encuestas que infravaloran las posibilidades de éxito de candidatos que, como Trump, rompen las reglas más elementales de la competición electoral con una campaña tóxica en la que se insulta a casi todos los posibles grupos de referencia (mujeres, emigrantes, veteranos de guerra). La capacidad predictiva de las encuestas exige valorar mejor las actitudes y comportamiento de los votantes. En una época de menor militancia en los partidos y gran volatilidad los márgenes de error tienen que ser tomados más en serio. Las regularidades de la democracia representativa tal y como la conocemos –especialmente, la política de clases- parecen haberse roto; la expectativa, por ejemplo, de que los trabajadores voten a la izquierda, como ha dejado en buena manera de suceder en Estados Unidos, Francia e Inglaterra. Ha llegado el momento de reflexionar con una mayor sutileza acerca de ciertos desplazamientos tectónicos que están teniendo lugar en nuestras sociedades y medir mejor esas tendencias.
La segunda advertencia que deberíamos tomar en consideración es no subestimar la fortaleza de lo que aborrecemos. Uno trata de ser objetivo y argumentar sobre la base de evidencias, pero también los científicos sociales son humanos y tienen opiniones o preferencias, menos fáciles de contener cuando estamos ante situaciones de especial dramatismo. Ni siquiera en estos casos deberíamos permitir que nuestras preferencias se convirtieran en prejuicios. Muchos de los que votaron por el Brexit o Trump lo hicieron sobre la base de razones y, por mucho que nos parezcan malas decisiones, no deberíamos dejar de analizar los factores que llevaron a tanta gente a votar de ese modo.
La tercera reflexión es que necesitamos nuevos conceptos para entender lo que está pasando. ¿Qué significa el término establishment cuando todos los políticos han hecho su carrera
despotricando del establishment del que proceden y siguen representando? ¿De qué hablamos cuando hablamos de populismo y bajo este término englobamos a políticos tan dispares cono Trump,
Grillo, Tsipras o Le Pen? ¿Alguien sabe exactamente qué es lo que quieren conservar los conservadores y hacia qué futuro pretenden dirigirnos los progresistas? Estamos utilizando términos huecos
(“significantes vacíos” los llaman quienes aspiran a obtener alguna ventaja de esta resignificación) y esta vacuidad pone de manifiesto qué poco entendemos lo que está pasando. Necesitamos
urgentemente nuevos conceptos para entender las transformaciones de la democracia contemporánea y no sucumbir en medio de la incertidumbre que provoca su desarrollo
imprevisible.