Artículo publicado en El Diario Vasco/El Correo, 13/10/2013
Uno de los principios elementales de nuestra teoría política asegura que la democracia consiste fundamentalmente en tener la posibilidad de elegir. Solemos pensar que esta capacidad se refiere a la ciudadanía, que debería poder influir sobre sus gobiernos a través de la libre opinión y las elecciones, pudiendo incluso cambiarlo. Pero la crisis económica ha introducido una nueva versión de este principio y lo que nos preguntamos ahora no es tanto (o no solo) si la ciudadanía puede hacer valer su opinión como si los gobiernos pueden gobernar, si es posible hacer política en medio de la austeridad.
El principal impacto de la crisis en nuestras democracias consiste en que los gobiernos parecen no tener otra posibilidad, ni márgenes de maniobra. Los déficits y la deuda acumulada han tenido como consecuencia una drástica disminución del gasto disponible y la inversión social. Resulta muy difícil cambiar recursos de un objetivo a otro, dado que los gastos obligatorios tienden a consumir todo el presupuesto La disminución del gasto discrecional significa disminución de las opciones y las alternativas políticas.
Mientras los estados continúen necesitando crédito, los mercados financieros les seguirán teniendo bajo supervisión. Dicha presión es de tal envergadura que condiciona notablemente a nuestros sistemas políticos y sus decisiones. El capitalismo financiero plantea un desafío enorme a nuestro modelo de democracia en la medida en que ésta tiene que vérselas ahora con dos electorados: el del pueblo y el de los mercados. El surgimiento de los mercados financieros y su escasa regulación han convertido a las presiones de los mercados en algo tan importante o más que las presiones ciudadanas a la hora de tomar las decisiones políticas.
Esta presión se ejerce tanto sobre los gobiernos actuales como sobre los futuros. Los partidos de oposición en los países fuertemente endeudados no están en condiciones de prometer que no van a recortar el gasto para consolidar las finanzas públicas, lo que disminuye las posibilidades de que el electorado elija algo realmente distinto. Esta falta de alternativa desanima a los votantes y es una de las causas de que surjan partidos populistas, a los que (probablemente porque no sueñan con la posibilidad real de gobernar) no les importa realizar promesas de imposible cumplimiento. Para los partidos con vocación de gobierno prometer lo que no pueden cumplir es tan letal como dar la impresión de que no harían algo distinto de lo que hacen sus rivales. O no hay alternativa o la alternativa es tan irracional que es como si no la hubiera. Los ciudadanos lo han advertido y, dentro del desconcierto general, reaccionan de maneras distintas pero con el mismo tono de fatiga democrática: votando a quienes no quisieran ver en el gobierno pero expresan su malestar, disminuyendo la participación electoral, todo en medio de una creciente desafección. Lo que está en el corazón del actual malestar democrático es la diferencia entre lo que los ciudadanos esperan de sus gobiernos y lo que los gobiernos están obligados a hacer o, si se prefiere, entre la capacidad de los gobiernos de explicar sus decisiones y la capacidad de los ciudadanos de entenderlas.
Por si fuera poco, en Europa las medidas de ajuste se imponen de una manera que nadie es capaz de vincularlas con una decisión libre y democrática, presentándose como una exigencia difusa e irresistible. Como consecuencia del dictado que los mercados ejercen sobre los estados, la gente tiene cada vez más la sensación de que los gobiernos no actúan en su nombre, sino en el de otros estados u organismos internacionales, que están fuera de la presión electoral. Todo esto genera una perplejidad general, cuando no indignación.
Una de las tareas de reflexión política más urgentes consiste en determinar la naturaleza de este condicionamiento e investigar las posibilidades que, pese a todo, continúan abiertas. Una estrategia socorrida consiste en señalar a la globalización o a la integración europea como principales culpables de la actual limitación de los márgenes de maniobra para la política. Es cómodo poder echar la culpa a otros de lo que nos pasa, al euro, Alemania, la troika o la globalización en general (sobre todo cuando a esta queja le asisten buenas razones) y eludir así la propia responsabilidad.
Desde un punto de vista formal, es cierto que la capacidad de los poderes públicos de actuar sobre la economía eran mayores cuando no era tan densa la globalización o no existía el euro. Se podían proteger los propios mercados o devaluar la moneda, por ejemplo. Es innegable que las interdependencias globales estrechan los márgenes de actuación y que, en Europa, los estados miembros tienen un escaso control efectivo sobre las variables macro-económicas. Ahora bien, el uso concreto que se hace de esa reducida capacidad varía en función de cada país.
Las limitaciones de la interdependencia son la otra cara de la moneda de las ventajas de la cooperación. Actuar en escenarios de cooperación ha permitido a los estados recuperar posibilidades que se hubieran perdido si hubieran mantenido su autarquía. La gestión de la interdependencia y no el cierre sobre lo propio es el verdadero procedimiento para mantener una autonomía política. Hay mil ejemplos en la historia reciente de agentes políticos que han aumentado sus capacidades de actuar allí donde no hubieran llegado en solitario, mientras que otros han preferido no participar en ese juego de intercambiar soberanía por poder, cuya lógica parecen desconocer.