El Correo (enlace), La Verdad (enlace) y Diario Sur (enlace), 22/03/2020
Desde el punto de vista de las personas, se habla de que las más afectadas por la crisis del coronavirus serán las más vulnerables, pero desde el punto de vista ideológico, lo más afectado va a ser el populismo. Hay tres cosas que los líderes populistas detestan y que este tipo de crisis revaloriza: el saber experto, las instituciones y la comunidad global.
Empecemos por lo primero, el conocimiento experto. En los tiempos álgidos de las crisis suele tener lugar una revalorización del saber experto. Esto ya ocurrió en 2008-2009, donde fueron claves las decisiones de la Reserva Federal Americana o el Banco Central Europeo, incluso aunque algunas de sus recomendaciones fueran impopulares. También es cierto que los expertos cometieron errores, como la falta de previsión antes o la obsesión con la austeridad durante la crisis económica. Pero en general, el saber experto se valora más en unos momentos de inquietud e incertidumbre en los que fluye con tanta facilidad la desinformación en las redes sociales.
Pensemos cómo contrasta dicha necesidad con el desprecio que tiene Trump hacia la ciencia y cómo ha hecho caso omiso de las advertencias que le hacían sus asesores, llegando a afirmar incluso que se trataba de una simple gripe y que podría beneficiar a la economía americana, mientras reducía los fondos de la oficina dedicada a las pandemias en el Consejo de Seguridad Nacional. O recordemos a Pablo Casado acusando a Sánchez de "parapetarse en la ciencia" para luchar contra una pandemia, como si fuera mejor dejarlo en manos de un vidente o de un par de astrólogos.
Con esto no quiero decir que hayamos de confiarlo todo a los expertos, sino simplemente que su opinión ha de ser considerada con especial atención. Tampoco los técnicos están completamente de acuerdo y el margen de decisión política existe. Ha habido una diversidad de estrategias, cada una apoyada por sus correspondientes expertos, como la británica y holandesa de contagio controlado frente la euro-asiática de confinamiento. Y la democracia no es un gobierno de los expertos, sino un gobierno popular y representativo en el que hay que articular un conjunto de voces, instancias y valores, entre las cuales el conocimiento, sin ser la única razón, es muy importante, especialmente en medio de crisis como esta. En cualquier caso, una de sus enseñanzas debe ser que tendríamos que salir de aquí con un estilo de gobierno más cognitivo y menos ideológico.
La segunda dimensión que gana importancia con la crisis es la lógica institucional. No es un momento de grandes líderes que se dirigen verticalmente a sus pueblos, sino de organización, protocolos y estrategias, cuando se valoran especialmente los servicios sociales y un sistema público de calidad. Todo esto va de inteligencia colectiva, tanto en lo que se refiere a la respuesta médica como a la organizativa y política. Por supuesto que es muy importante la comunicación que realice un presidente, pero mucho más decisiva es nuestra capacidad colectiva de gobernar las crisis, que incluye su previsión y gestión. Estamos en una crisis inédita que era muy difícil de anticipar, pero que nos encuentra con un sistema político infradotado de capacidad estratégica, demasiado competitivo, volcado en el corto plazo, oportunista y con escasa disposición a aprender. Y el valor clave de las instituciones es la confianza: venimos de una crisis de confianza en las instituciones, que no hemos sido capaces hasta ahora de recuperar.
La lógica institucional requiere lealtad y confianza (entre los diversos niveles territoriales, entre gobierno y oposición, entre sociedad y sistema político), recursos de los que estamos muy escasos. En el fondo todos los agentes políticos piensan que esto es una gran oportunidad para obtener algo que no se puede conseguir sino en virtud de una gran catástrofe: el asentamiento del gobierno, la recentralización, la alternancia en el poder… En el subconsciente de este sistema político está la idea de que la vida institucional ordinaria no cambia nada, que beneficia a quien gobierna, y que todas las alternancias se deben a catástrofes bien aprovechadas: los atentados de Atocha, la crisis económica, quién sabe si este virus… Es una señal clara de nuestra debilidad institucional.
Y en este contexto surge la polémica acerca del estado de alarma. Creo que nadie ha puesto en duda la necesidad de coordinarse para afrontar la crisis pero, sin perder demasiado tiempo en ello, es lógica (y democrática) que la forma concreta de hacerlo pueda ser discutida. Una cosa es tener la competencia y otra tener la capacidad de resolver una crisis de tal magnitud. La posibilidad de decretar un estado de alarma y unificar el mando no equivale a tener el poder efectivo; en sociedades complejas, en un Estado compuesto, con toda la necesidad de coordinación y liderazgo que se pueda requerir, el poder es una capacidad distribuida. Donde los problemas tienen que ver con una diversidad de factores, las soluciones también deben ser cooperativas. Esto no se resuelve sin liderazgos reconocidos, pero tampoco sin una gigantesca movilización social, de los distintos niveles de gobierno, del personal sanitario, de la ciencia, de los micro-comportamientos individuales…
El tercer factor que se revaloriza con la crisis es la comunidad global. Esta crisis nos golpea en un momento de antiglobalismo (Brexit, Trump, guerras comerciales, proteccionismo, unilateralismo, Europa desunida), una situación muy similar al de los años 30 del siglo pasado.
Ahora bien, aunque la crisis parece reforzar en un primer tiempo la tendencia al cierre nacional, al interés propio, en la medida en que descubrimos hasta qué punto nuestros destinos están compartidos y no hay nadie plenamente aislado y a salvo, se abre el momento de una respuesta cooperativa. Se trata de contener la expansión global del virus, pero no solo dentro de nuestras fronteras porque los virus apenas se neutralizan con las estrategias de delimitación o confinamiento, que solo consiguen frenar ligeramente su expansión. Las medidas de cierre son solo coyunturales; la verdadera salida es la cooperación, en la ciencia, en la política, en la economía… No hay solución con el mando único, ni con el interés propio perseguido a costa del de los demás. Ya lo advirtió Ulrich Beck tras la catástrofe de Chernobil: aunque pueda haber un primer impulso proteccionistas, los riesgos compartidos son el principal factor de unidad de un mundo en el que todos estamos igualmente amenazados.