La Vanguardia, 16/01/2021 (enlace)
Cada día los usuarios digitales interactúan con tecnologías que socavan su privacidad a cambio de poder expresarse, recibir determinados servicios o garantizar su seguridad. Las redes sociales, las tecnologías de la vigilancia o el ubiquo internet de las cosas están configurados de tal manera que resulta difícil proteger la información personal. Como es bien sabido, nuestro comportamiento, en el ámbito en el digital deja rastros que se convierten en datos y resultan de gran utilidad para las empresas y los gobiernos. Esto ha generado una inquietud que se traduce en la defensa de la privacidad o en la exigencia de otorgar a los datos un valor monetario. La estrategia para hacer frente a esta situación ha sido, por lo general, un reprivatización de los datos (para ocultarlos o venderlos); apenas se ha reflexionado sobre su carácter de bien público, global incluso, como si el hecho de que esos datos estén a disposición de cualquiera no tuviera una repercusión en nuestra convivencia.
Los regímenes de protección de la privacidad basados en la aprobación individual, en los términos y condiciones de uso del estilo del “he leido y acepto las condiciones” implican que uno puede en todo momento adoptar decisiones con consentimiento informado. Frente a este supuesto, la realidad es que los individuos tienden a prestar poca atención a estos avisos y apenas entienden las consecuencias que implican sus acciones, consecuencias que la naturaleza dinámica del procesamiento de los grandes datos puede hacer que sean más graves. El uso secundario de los datos personales es muy amplio y evoluciona constantemente, de manera que nadie está capacitado para evaluar adecuadamente las consecuencias de consentir la entrega de datos personales.
Una concepción alternativa de la privacidad que ponga el foco en su dimensión colectiva permitiría protegerla mejor. La defensa de la propiedad de los datos o de la privacidad no debe ser entendida solo como un asunto individual sino como algo de gran significación política, social y democrática. La privacidad es un bien colectivo cuya protección no solo afecta a los individuos sino a toda la sociedad. Entender la privacidad como un bien público es el único modo de corregir esa discrepancia tan inquietante entre lo que estimamos como ciudadanos y lo que estamos dispuestos a entregar en tanto que consumidores.
La primera razón de este carácter público del valor de la privacidad se debe a la relativa codependencia de las privacidades de cada uno. La privacidad es un valor colectivo en la medida en que el nivel de privacidad en un determinado contexto no solo depende de las decisiones propias sino de las de otros. Yo no puedo tener la privacidad que quiero si otros no lo quieren igualmente. La privacidad no puede ser disfrutada por una persona sin que todos tengan un nivel similar de privacidad. Si muchos deciden desvelar su privacidad puede llegar un momento en que sea irrelevante que yo lo consienta o no porque, de hecho, la mía estará igualmente expuesta.
Esta naturaleza mancomunada de algo aparentemente tan propio como la privacidad se pone de manifiesto en el modo como las opciones realizadas por uno respecto de sus propios datos plantean riesgos a otros. Lo personal no solo nos concierne a cada uno; la privacidad digital se parece mucho a otros asuntos colectivos como la cuestión ecológica o los bienes comunes (como ha advertido Carissa Véliz en su excelente libro Privacy is power). Al igual que en los desastres ecológicos, los daños a la privacidad de alguien no solamente ocurren a nivel individual sino en el plano colectivo. Los datos relativos a la privacidad son de todos porque en un mundo donde hay tantas interdependencias y vulnerabilidades compartidas el desvelamiento de unos datos afecta a la privacidad de todos. Quien vende sus datos de alguna manera está vendiendo los de todos. La relación de uno con los datos que genera no puede pensarse con la lógica clásica de la propiedad sino más bien desde la perspectiva de los bienes comunes que requieren una correspondiente regulación pública.
El derecho a la privacidad debe dejar de ser entendido únicamente desde el paradigna del derecho privado, desde una concepción individualista y liberal de la autonomía personal, como un derecho a separarse de lo común, algo así como el derecho a que le dejen a uno en paz. Pensarlo de este modo equivaldría a no haber entendido lo que está en juego en el espacio digital y, por tanto, a no poder siquiera defender esa privacidad que se pretende garantizar. La privacidad no es lo contrario de la esfera pública, su antípoda apolítica. La revolución que supuso el feminismo en relación con la antigua distinción entre lo público y lo privado —al poner de manifiesto que las normas de la privacidad son constitutivas de las interacciones sociales— puede ser una analogía útil para pensar las relaciones entre privacidad y espacio público en la era digital. La verdadera defensa de la privacidad sería, en el fondo, una renegociación de las relaciones entre lo privado y lo público, no una mera defensa de lo privado contra lo público. No se trata tanto de defender algo propio frente a lo colectivo como de advertir hasta qué punto las intromisiones en la privacidad tienen efectos sociales. Pensemos no solo en la distorsión del anonimato por las cámaras de vigilancia, sino también en la confusión entre tiempo libre y esfera del trabajo que se produce con la extensión de las actividades telemáticas, como se ha puesto de relieve en la presente pandemia.
La destrucción de la privacidad no sería solamente un daño de la autonomía del individuo afectado sino también una lesión de las condiciones de comunicación que constituyen el núcleo normativo de la convivencia democrática. Las garantías jurídicas que defienden la privacidad de los individuos han de entenderse también como protecciones de la convivencia democrática. Por eso cuando se daña la autonomía comunicativa personal se lesiona a la democracia en su totalidad. Estamos manejando tecnologías que implican una involuntaria politización de casi todos los ámbitos de la vida. La defensa individualista de la esfera privada no es una solución. Qué sea privado y qué sea público se convierte en una cuestión eminentemente política. De ahí que sobre la batalla de los datos y la privacidad pueda decirse aquello que se afirma en otro contexto: no es nada personal.