El Correo, 6/02/2018 (enlace)
La expresión «derecho a decidir» se ha convertido en un obstáculo para avanzar en un acuerdo en torno al futuro del autogobierno vasco y, a mi juicio, no sirve para clarificar el debate. Por un lado, resulta un término banal, que nadie con convicciones democráticas puede rechazar (y entonces anula el pluralismo), al que se objeta que ya decidimos continuamente y que hemos tenido no sé cuántas elecciones en los últimos años. Cuando una idea es, al mismo tiempo, demasiado y demasiado poco, tal vez sea llegado el momento de repensarla y ofrecer una formulación un poco más sofisticada.
Por otro lado, aparece como un concepto mágico, vinculado a un momento inaugural, mientras que debería ser un concepto que permitiera expresar la continuidad con la que la sociedad vasca se autogobierna, la legitimidad que sostiene sus instituciones y el método en el que puedan de verdad encontrarse los diversos modos de identificación nacional en los que se expresa el pluralismo de este país. Debería poner en marcha una discusión más en torno al estar que al ser, que recogiera e integrara matices, en vez de jugárselo todo a una carta, al duro juego de las mayorías, de los vetos y las exclusiones.
El gran problema de la discusión en torno a las naciones y los nacionalismos es que el demos suele estar decidido con anterioridad, bajo el amparo de la legalidad vigente o como aspiración que se da por supuesta. Estos debates se enconan tanto porque se da por supuesto el sujeto antes de proceder a su ejercicio o verificación. El ámbito de la decisión es supuesto e impuesto antes de empezar a decidir. ¿Por qué España o Euskadi o Tabarnia? Este primer problema no tiene una solución teórica sino pragmática: allí donde hay una mayoría persistente de personas que se expresan como una comunidad específica, esa especificidad debe ser tomada en consideración, no como última palabra sino como un elemento de partida de la negociación.
Pero entonces aparece el segundo problema que hemos de resolver. En Euskadi hay un amplio grupo de ciudadanos que se consideran nación y otro no menos amplio que se identifican también en el marco de España, es decir, unos quisieran en principio poder decidir ellos mismos y otros quieren que sus decisiones sean integradas en un marco español de decisión. No hay ningún argumento convincente para declarar ninguna de las posiciones ilegítimas: la aspiración a decidir independientemente y la de codecidir con el resto de los habitantes del Estado español son igualmente democráticas. Lo que no sería en absoluto razonable es considerar una de ellas como menos democrática. Nuestro punto de partida tendría que ser el reconocimiento de que ambas aspiraciones son democráticas y legítimas con independencia de lo que cada uno considere mejor.
Si damos un paso más, podemos sintetizar el núcleo del problema de la siguiente manera: se trataría de cuadrar el círculo consistente en que hay que satisfacer en la medida de lo posible a quienes tienen como punto de partida ámbitos de decisión tan diferentes. Porque si nos tomamos en serio el derecho a decidir de la ciudadanía vasca hemos de integrar a todos, a los que quieren decidir, por así decirlo, solos o acompañados. Todo lo que sea imponer uno de los dos modelos de decisión implica predeterminar el resultado y excluir a los otros. Por si fuera poco, estamos llevando a cabo esta discusión en medio de procesos de integración en Europa, es decir, elaborando un nuevo modelo de codecisión con el resto de los europeos, para lo que no tiene sentido la idea de un espacio de decisión autárquico; la realidad es más bien que para determinados temas decidimos autónomamente y para otros entendemos que es mejor codecidir, para algunos es incluso delegar y transferir soberanía, algo que autorizamos de manera estable a través de las instituciones comunes y que, desde una posición federalista europea, seguramente tendrá que ser aún mayor.
Propongo no abandonar el principio de fondo que está en el derecho a decidir sino tomárselo en serio con toda su radicalidad: defiendo el derecho a decidir de todos, es decir, formulado de modo que integre todos los modelos de decisión que están implícitos en los distintos tipos de identificación nacional presentes en la sociedad vasca. Solo así entendido el derecho a decidir será un punto de encuentro y no una imposición o un veto, una verdadera codecisión.
Podría esto formularse también como un objetivo político que en el fondo es más ambicioso y realista: todo el autogobierno posible en un marco de convivencia. Mejor que formularlo como derecho, se trataría de fortalecer nuestra capacidad de gobernarnos (que no siempre depende de lo que otros nos permitan) y ser cada vez menos dependientes de otros. Fortalezcamos la responsabilidad de decidir y tendremos más argumentos para defender el derecho a decidir. El principio de subsidiaridad es más interesante que el principio de estatalidad: que tenga la competencia el nivel más cercano a la sociedad, de modo que lo que tiene que ser justificado es que una competencia deba ser ejercida en un nivel superior (algo que implica también estar abiertos a un replanteamiento de la distribución interna del poder en el entramado institucional de la Comunidad Autónoma Vasca).
A esto mejor que el derecho a decidir lo podemos llamar bilateralidad, confederalismo, concierto político o nación foral. En el fondo se trata de respetar la voluntad de los vascos en su integridad (la de los soberanistas y la de los unionistas; la de quienes quieren decidir solos y la de quienes quieren hacerlo con otros). La voluntad pactada de los vascos nos confiere muchos más derechos que la voluntad mayoritaria de los vascos. Si nos tomamos en serio la voluntad de todos no tenemos la seguridad de que nos vayan a respetar, por supuesto, pero se lo pondremos más difícil a quienes no terminan de tomarse en serio la diferencia nacional vasca.