La construcción social de la estupidez

Artículo publicado en El País, 3/07/2012

 

No podríamos explicar la naturaleza de lo que llamamos la sociedad del conocimiento si no fuéramos capaces de entender por qué se producen también en ella fracasos colectivos de mayor envergadura incluso que los cometidos por sociedades en las que el saber no ocupaba un lugar tan central. ¿Por qué colapsan las sociedades? ¿Qué razones explican el hecho de que, estando en una sociedad que puede ser más inteligente que sus miembros, también podamos ser más estúpidos de lo que lo somos individualmente considerados? En medio de una crisis económica sin precedentes y que es el resultado, no tanto de errores individuales (que también), como de torpezas colectivas, responder a esta cuestión es más necesario y algo previo a todo aquello que se recomienda en los discursos para “salir de la crisis”.

Alguna explicación ha de tener nuestra peculiar exposición a los errores colectivos y las malas decisiones que no cometemos por carecer de los instrumentos adecuados sino que están incluso inducidos por su sofisticación. Pensemos, por ejemplo en la oscilación entre euforia y decepción económica, que no tendría las actuales dimensiones críticas si no fuera por la potencia financiera de nuestros sistemas económicos; la extensión de los rumores se incrementa con nuestra densidad comunicativa y da lugar a fenómenos como el “trolling” y el “flaming” en internet; lo que Hardin llamaba “the tragedy of the commons” sintetiza muy bien esa mezcla fatal de interdependencia, contagio e incapacidad organizativa para agregar las decisiones de manera que tengan efectos catastróficos.

Una explicación de los “wiki-errores” es el hecho de que, en toda sociedad, pero más en una sociedad compleja, estamos manejando información de otros y obligados a confiar en otros. Nuestro mundo es de segunda mano, mediado, y no podría ser de otra manera: sabríamos muy poco si solo supiéramos lo que sabemos personalmente. Nos servimos de una gran cantidad de prótesis epistemológicas. Nuestro suplemento cognoscitivo está edificado sobre la confianza y la delegación. No tenemos más remedio que confiar en otros y confiar en la información que otros nos proporcionan. Esta circunstancia es la causa de las grandes conquistas de la humanidad, pero también de los peores errores. La confianza puede demostrarse excesiva o insuficiente, los rumores se propagan sin objetividades que los puedan frenar, el pánico resulta más contagioso en un mundo de apreciaciones difícilmente refutables… La facilidad con la que se quiebra esta confianza (algo que se observa en el pánico económico, la falta de crédito o la desafección política, por ejemplo) pone de manifiesto hasta qué punto son frágiles nuestras sociedades.

Hay buenos motivos para pensar en mucha ocasiones que cuando una opinión es compartida por muchos probablemente debamos tenerla por verdadera. Pero también resulta fascinante la experiencia contraria: los grandes errores colectivos, la reverberación de los errores, desde su forma más inofensiva como lugares comunes hasta la infamia del linchamiento. Muchas personas viven en nichos de información y a veces se crean dinámicas que hacen eco, que extienden los errores, los encadenan e incluso fortalecen, dando lugar a enormes fracasos colectivos. Y no pensemos únicamente que se trata de errores extendidos por los que menos saben del asunto en cuestión. Existen también errores que son típicos de la agregación de los saberes y las decisiones de los expertos, fallos de la gente especializada, que suelen ser más irritantes en la medida en que teníamos derecho a suponer de ellos una especial clarividencia como, por ejemplo, los reguladores, organismos supervisores o agencias de rating.

Otra fuente de torpeza colectiva proviene de lo que podríamos denominar “invisibilidad de lo común”. Para que las interacciones pueden dar lugar a círculos virtuosos debería ser posible que los actores dispusieran de un retorno de impacto de su acción personal sobre el conjunto. Muchos errores colectivos se deben previamente a la dificultad de situar las consecuencias de la acción en su globalidad. En una sociedad compleja lo decisivo es la interconexión, los riesgos sistémicos, y no tanto los comportamientos individuales. Por eso no deberíamos esperar demasiado de las virtudes de sus componentes ni indignarnos en exceso con sus miserias. Nuestra perplejidad se debe a no haber entendido que es esa interacción la que hemos de comprender y gestionar.

Buena parte de las malas decisiones que están en el origen de los fracasos colectivos se deben a una mala agregación de decisiones, que no eran más que la mera adición de preferencias individuales a corto plazo. Pensemos, por ejemplo, en el carácter autodestructivo del impulso proteccionista (que fue el verdadero causante de la crisis económica del 1929) o en el problema de las burbujas financieras de 2008 (la dificultad de detener un proceso en el que todos son beneficiarios inmediatos y el desastre se sitúa en el largo plazo). Los mercados, por ejemplo, son sistemas de agregación de conocimiento y preferencias y a estas alturas todos sabemos lo provechoso que suele ser este procedimiento para la coordinación de nuestras acciones, pero también conocemos sus limitaciones, sus derivaciones catastróficas y, sobre todo ahora, el fiasco que suele producirse cuando lo pensamos tan inteligente como para que sea superflua cualquier intervención reguladora. Cuando domina la euforia financiera la hipótesis de una crisis parece lejana y por tanto incapaz de provocar las reacciones que aconsejaría la prudencia.

El instantaneísmo impide tomar decisiones coherentes. Cuando la perspectiva es temporalmente estrecha corremos el riesgo de someternos a la tiranía de las pequeñas decisiones, es decir, ir sumando decisiones que, al final, conducen a una situación que inicialmente no habíamos querido, algo que sabe cualquiera que haya examinado cómo se produce, por ejemplo, un atasco de tráfico. Cada consumidor, mediante su consumo privado, puede estar colaborando a destruir el medio ambiente, y cada votante puede contribuir a destruir el espacio público, lo que no quieren y que, además, haría imposible la satisfacción de sus necesidades. Si hubieran podido anticipar ese resultado y anular o, al menos, moderar, su interés privado inmediato habrían actuado de otra manera.

No hay inteligencia colectiva si las sociedades no aciertan a gobernar razonablemente su futuro. El futuro es una construcción que tiene que ser anticipada con cierta coherencia. Cuando las decisiones son adoptadas con una visión de corto plazo, sin tener en cuenta las externalidades negativas y las implicaciones en el largo plazo, cuando los ciclos de decisión son demasiados cortos, la racionalidad de los agentes es necesariamente miope. Cuando el horizonte temporal se estrecha y sólo es tenido en cuenta el interés más inmediato es muy difícil evitar que las cosas evoluciones catastróficamente.

Hay muchas inercias en la sociedad actual en virtud de las cuales no solamente se impide la maximización del bien común a largo plazo, sino que conducen sistemáticamente a desviarse de ese objetivo. La sociedad contemporánea, pese a su complejidad, no es un reino de poderes incontrolables sino algo hecho por los seres humanos; estamos confrontados a procesos que se sustraen de nuestro control absoluto pero que pueden ser parcialmente regulados. Tampoco en la época de las consecuencias secundarias estamos condenados a la alternativa entre la responsabilidad total y la total irresponsabilidad. La tarea que tenemos por delante es más bien determinar nosotros mismos, mediante procedimientos de legitimación democrática, cómo queremos construir políticamente nuestra responsabilidad, que es la expresión práctica de la inteligencia.

Instituto de Gobernanza Democrática
Instituto de Gobernanza Democrática
Libros
Libros
RSS a Opinión
RSS a Opinión